Xantelerreca esta mañana.
Escribo esta página un 30 de octubre, en el 59 aniversario del fallecimiento de Pío Baroja. Un día esplendoroso de otoño, de cobres intensos, amarillos luminosos, pardos y verdes; no uno de borrasca, como fue el de su entierro, en Madrid, en 1956. Lo hago desde el País del Bidasoa, el de su famosa República, sin frailes, sin moscas y sin carabineros, pero con su perpetuo Momentum castrophicum a cuestas, y sus chapelaundis, siempre necesarios, y sus chapelchiquis repulsivos, a cada cual los suyos. Y ahora que me fijo, lo evoco desde muy cerca del lugar donde pudo haber perdido la vida el escritor, el 22 de julio de 1936, de no ser por la intervención de un militar, descendiente de uno de los aristócratas que el propio Baroja puso en escena en ese mismo lugar, acompañando la entrada en España de Carlos VII de Borbón y Austria-Este: «ese patán agromegálico que apenas hablaba el castellano», lo crucificó Baroja, que luego se asombraba de que los carlistas le odiaran.
Un lujo de colores que piden el acordeón de sus elogios, que obligan a recordar sus propios pasos, de los que dio cuenta en muchas páginas memorialísticas. El otoño era sin duda su estación favorita, de la mano de Verlaine o de la de algún zorzico del país. Todo muy lírico, en la escena, con pocas sombras. La realidad, como siempre, fue siempre más sombría. La aventaba y conjuraba escribiendo. Un sentimental, así subió Baroja al tablado de papel, así lo ve su público, vagando por los bosques y collados de un país en el que vivió menos de lo que se supone.
De su generación, es el escritor que sin lugar a dudas sigue de verdad vivo, más que nada porque tiene la suerte de convocar lectores, barojianos o no, abonados a Baroja por devoción o por no tener mejor cosa que hacer, como dijo el vasco chileno Juan Uribe-Echeverría, que lo evocaba en la plazuela dedicada al creador de Shanti Andía, en Cerro Cordillera, Valparaíso, lejos, mucho, a donde Baroja pudo ir de refugiado, como aquellos otros que allí estaban evocándole, huidos de la represión franquista, y que si no viajó, eso dijo al menos, fue porque había demasiada agua entre el París que iba ser ocupado por los alemanes (a los que nunca vio entrar en la ciudad) y el lejano Chile de los aventureros de la costa, tal y como que le proponía, desde la Embajada chilena, Salvador Reyes, su admirador, cuyo libro Tres novelas de la costa (1934) leyó con pasión (a juzgar por sus subrayados…) en la calle de los Solitarios, esa en la que nunca hubo un Hotel del Cisne, el de los malos sueños, los de la edad y el miedo. Barojianos montaraces y barojianos «salonardos», como lo fue el propio Baroja, en esa otra vida social de la cordialidad pacífica, elegante. El escritor tildado de hosco y asocial no rehuyó ni los tugurios y cafetines del Madrid de La busca, ni los salones de los aristócratas. Tuvo que ser un contertulio ameno, como lo son algunos de sus personajes contrafigura, que les llamaban, tanto de joven como en sus temibles años crepusculares. Vueltas y revueltas de una vida cuyo trazo resulta apasionante.
Baroja es también el autor del que hay que hablar bien en público y merendar en privado, tren de mercancías entre amigotes del hampa académica y veloz y majestuoso clíper del opio o acontecimiento de literatura mundial en otras palestras, dependiendo del mercado, de la oportunidad, de la ventaja que se pueda sacar con ello… Muy barojiano.. No, él no creo que fuera así, pero es que hablando de Baroja todo resulta muy barojiano, hasta lo que no lo es.
¿Por qué se le sigue leyendo en una época en la que los lectores desfallecen? Porque lo ponen de lectura obligatoria en los colegios o lo ponían, y por algo más. Por el lector adulto, en sus horas por fuerza solitarias, en el tiempo de la remembranza que fue el de Baroja, se recuerda en el joven que buscaba refugio en la lectura y que por un momento se sintió Martín Zalacaín o Andrés Hurtado acogotado por el medio, buscando una salida, una puerta de escape: los rebeldes barojianos que crecían más en la imaginación de sus lectores que en las páginas literarias; y por esos otros que en el mapa de sus páginas buscan una guía para el viaje sin objeto del que se sienten protagonistas: «Bah, literatura amigo Thompson, sombras, sueños». Quién no ha soñado con esperar a una fugitiva, de noche, al pie de un acantilado, en una barca, y que le caiga una monja encima. ¿Surrealismo? No, aventura, cosas de los hombres de acción a los que les han hablado de Nietzsche, en un ahumado cafetín apretado de bohemios hambrones, en el paseo de los desmontes, con el Guadarrama nevado a lo lejos o en los barrizales de las Injurias.
Baroja con o sin lectores es objeto de un culto apasionado que ningún otro escritor de su generación concita (con el desprecio pasa lo mismo). Así, Francisco Nieva, en Carne de murciélago, en su crítica feroz de la cultura española, sostiene que el colmo del gozo bibliofílico sería «tener una novela de Baroja, encuadernada en piel de Baroja» (pág. 155). Devociones extremas que a mí ya me ponen en guardia.
«Baroja fue para los de mi generación –dice pomposo el don Batallas que está de guardia– un emblema de resistencia y rebeldía». Es posible, no lo dudo, pero basado más en una leyenda que en realidades contrastables. Baroja y sus rebeldías, Baroja anticomunista, anti demócrata, antirrepublicano confeso y contundente antes de la guerra civil, durante la guerra y después de esta cuando trataba con Aunós y sus policías. Hombre de otro tiempo, del antiguo régimen digamos. Inclasificable. Se nos escapa entre sus páginas, ahí creemos atraparlo y nos acaba enseñando nuestros propios fondillos.
El día que desaparezcan los barojianos será la señal de que la sociedad española habrá alcanzado su madurez e integración, sostenía en 1961 Luis Martín-Santos, tras decir de manera muy perspicaz que «la obra de Baroja es una vasta galería de inadaptados». Los barojianos no han desaparecido y la sociedad española vive horas sombrías. Reclamarse barojiano, como liberal o como archidemócrata, siendo lo contrario, es barato, y sobre todo viste. No te reclames nada, sigue por la trocha barojiana cuando su creador habla de vagamundos y de aventureros, de gente sentimental y sincera, y de esa otra que se echa en solitario a los caminos…
Con todo, fuera del rincón de lectura, en la rueda de la fortuna de la cosa pública, peligroso terreno el de Baroja, porque ahí no hay que apartarse de la cátedra y sus dictados, ni de la congregación de la doctrina barojiana, ni de la lectura canóniga de su obra, digo bien, canóniga. Qué poco tiene eso que ver con el Andrés Hurtado que encarna Baroja, ya al humo de las velas, en viajes de ida y vuelta, con el otoño, en sus Horas solitarias, mientras al otro lado del monte, en la iglesia de Urruña, el sol habrá ahora mismo dejado de iluminar la leyenda de su reloj de sol: «Vulnerant omnes, ultima necat».
* Artículo publicado en ABC Cultural, de Madrid, el 7.11.2015
** La segunda fotografía corresponde al paso de Pío Baroja por Salamanca en enero de 1938.
Estupendísimo artículo. Supongo que Baroja crucificó a Carlos Chapa llamándole «patán acromegálico». Precisión necesaria eso de la lectura «canóniga» que remite además a «La canóniga», magnífica novela corta de «Los recursos de la astucia».
Miguel Agote
Me gustaMe gusta
De Wifredo Lam y Alejo Carpentier a «La Canóniga» de Pío Baroja. Ayer fui al Pompidou a ver la exposición del pintor cubano Wifredo Lam. Al entrar, en la primera sala, nos atrae la luz amarillenta de una ciudad medieval. «Casas colgadas de Cuenca» (1935) es el título del cuadro. Lam residió en España de 1923 a 1928. En aquellos años Alejo Carpentier, afincado en París y amigo de Lam, viajaba con frecuencia a Madrid. En diciembre de 1935 decidió plantarse en Cuenca donde permaneció diez días. Sobre los motivos de su excursión explicó lo siguiente :
«Llevo treinta y dos horas de viaje. París-Cuenca, vía Burgos-Madrid! Pero es que esta aventura del viaje a Cuenca me la tenía prometida desde hacía muchos años. Soñé con Cuenca por primera vez en pleno campo de Cuba, allá por 1919, al leer uno de los episodios de las «Memorias de un hombre de acción» de Baroja…» (p.128, «Bajo el signo de la Cibeles», Ed. Nuestra Cultura, 1979).
El episodio no aviranetiano de «La Canóniga», fechado en Itzea en 1915, impulsó a que Carpentier y algunos otros se dieran un a vuelta por Cuenca. Pero me parece, amigo Miguel, que con eso de las lecturas canónigas, no canónicas, me has liado. Me asalta la duda, me habré liado yo solo?
Me gustaMe gusta