Fernando Vallejo obsesivo, reiterativo, le dirán –¿o todavía con él no se atreven?– los capones de la literatura, pero dueño de una prosa que para sí quisieran los poetas que se han hecho probos funcionarios en el Ministerio de la Ventaja y sus palmeros, aparece de nuevo con todo su vigor literario en La Rambla paralela. Un viaje del presente confuso al pasado, a ese laberinto de la propia identidad, extraño laberinto donde los haya, y que obedece a una imperiosa y salvífica necesidad de no dejarse domar por el tiempo, al revés, haciéndose más y más desapacible, poniéndose más menudo en pie de guerra, en no ceder y no transigir.
La Rambla paralela no es una narración «celiniana», como dice el canario flauta por decir algo que le cae grande, es Vallejo, porque el autor colombiano no se parece a nada de lo que se pueda escribir ahora mismo en castellano, ni en cuanto a la prosa ni en cuanto a la ambición que anima ese empeño literario. Conviene no olvidarlo. El tono imprecatorio de la prosa sólo es igualada por los zánganos que olvidan que cuenta mucho más lo que puede llegar a nombrarse con ese verbo torrencial; esos zánganos que son zaheridos una y otra vez por Vallejo ya sea en este breve y contundente libro sobre le ejercicio sonámbulo de la memoria empeñada en el recuento de los muertos propios y los muertos ajenos, de la vida perdida en el barullo, o en los cinco contundentes libros que componen el que vengo diciendo es un libro capital de la literatura memorialística en lengua castellana: El Río del Tiempo, cuando todavía no lo habían «descubierto», para enterrarlo o poco menos de seguido. Porque eso pasa mucho en España, que se «descubre» a un autor para tronzarlo mejor, para banalizarlo, para mirar su obra o su persona por encima del hombro, para perdonarle la vida y así enterrarlo mejor, ya sea en descampado o en panteón nacional. Aquí no hay lugar para la mandanga literaria.
La Rambla paralela, más descarnada todavía si cabe que los anteriores libros pone lo que pocos ponen: un lenguaje y una dicción novedosa, llena de vigor, de ideas a contrapelo, de alegato a orden fundamental del mundo que esconde la trampa de la estafa. Aquí se trata de un escritor colombiano que se dice viejo y que llega a Barcelona para participar en una grotesca feria del libro (¿valga la redundancia?) y que en el camino padece las bellaquerías de la compañía Air France y se ve obligado a combatir a su particular manera la hostilidad fundamental del mundo. Un escritor que parece que entre manos no tiene otro negocio urgente que el de morirse. Con Vallejo no hay senequismo que valga, hay una voluntad firme de no mentirse, de no cantar palinodia alguna, de no ocultar el propio desamparo y el desorden de la gente de la gente de Orden. El no es de este mundo o este no es el suyo.
En estas apasionadas páginas aparece un escritor que se debate entre el insomnio, el clima que no le prueba, la ciudad extraña que le remite a uno de sus espacios míticos, el de la finca familiar de Santa Anita (Los días azules); un escritor que se dice muerto y se sienta insomne en una terraza de las Ramblas y bebe sin beber en si, al tiempo que recuerda y recuenta su Colombia natal (execrada sin descanso: el matadero nacional a cuyas mañas dedico La virgen de los sicarios), la Barcelona de su mocedad, el México de su poco menos que salvífico exilio.
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