Estaba ahí hace nada y Ramón Irigoyen, a final de los setenta, cuando era vecino encantado del barrio, le dedicó uno de sus poemas de Cielos e Inviernos (1979), para mí uno de los dos grandes libros de poesía de la década de los setenta, el mejor de los de su generación desde luego. Ahora es otra cosa, al local me refiero. La ciudad cambia, tú envejeces, te acomodas como puedes a los cambios, los celebras, pero a oscuras, a puerta cerrada, te quedas traficando con tus recuerdos, confundes las cosas, loqueas y sonríes, porque sabes que en ese territorio eres inalcanzable, creas otro mundo que solo se parece de lejos al que fue, un mundo a tu medida, cada día distinto incluso, que no te pueden quitar. Son las especias intensas de la imaginación las que dan verdadero sabor al plato de grisalla cotidiana: «Soy el portavoz de un mundo perdido, presente para mí», lo canta con ferocidad Léo Ferré en Et basta! A menudo escucho ese monólogo. Me reconforta… no es poco. Ahora mismo no es poco encontrar algo que te reconforte.
Pamplona: ese pozo negro
Defoe (and friends) en la picota
Defoe en la picota. Buena imagen. Defoe y su Hymn to the pillory. Defoe y su público que, en lugar de tirarle pellas, le echaba flores y brindaba por su salud con muy buenos burdeos, oportos y ponches diversos. ¿El motivo? Sus panfletos, sus corrosivos escritos. 1703. Otra época, lejana. Mal asunto escribir a contra pelo. Te la guardan.
Creo que hay una picota olvidada en el baluarte de Redín, junto a la que el personal chupa y fuma que es un gusto, y hace y escucha música a ratos. La puso en ese lugar, a modo de adorno, un erudito.
Pero de lo que quería hablar era del gusto irrefrenable por llevar a alguien a la picota, ya sea de piedra o de papel, es una manía inextinguible en este país cada día más antipático, más cunetero, más navajero, más amigo del alboroto de cuadrilleros. Hay gente que no puede vivir más que sentada encima del barril podrido de sus agravios imaginarios, de su honor siempre mancillado, de su qué dirán, de su nosotros los de toda la vida, y sobre todo gente que sin picota, sin acudir con sus amistades a ladrar al pie del rollo y tirar pellas a quien hayan logrado atar o atrapar en el cepo, no son nadie, nada, algo menos que ladridos en la noche.
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