«Balada de la galleta marinera», de Guillermo Quiñonez

Este poema de Guillemo Quiñonez me gusta mucho, me devuelve los mejores días de Valparaíso, de la mano de Adolfo de Nordenflycht, querido amigo, poeta, allí en Cerro Alegre.

«Quiñonez se había enredado indisolublemente con Valparaíso» (Carlos León)

Canto que a nadie ha de interesar es éste.
Ahí reside su júbilo.
Ni al predicador inútil y solitario, ni a mí.
Ni a esa joven morena, toda sollozos, por un sueño venido,
seguramente, desde los ojos de un santo, tan santo,
Que nunca hizo un milagro.
Dos fantasmas le robaban los senos con las caricias de su amante.
Y nada de lo demás conmovió sus duros corazones:
ni la sortija china en la larga llama de su dedo,
Ni la tristeza latina de su boca.
A nadie ha de interesar: ni al bandido sin daga en el cinturón,
en el imprevisto instante en que le cortó el camino un ahorcado,
sin prisa, orinando, en su ancha soledad, desde un álamo,
por cuyas ramas bajaba el tiempo oro y cobre del otoño.
Y al intentar maldecir y volver por su puñal conoció la trágica
revelación: la voz y la palabra ya no eran en él.
¿Cuántos ojos lloraron en su cara, entonces?
Toda historia de bandidos tendrá siempre menos interés
que la de mercader inclinado sobre el mostrador hipnotizando a su víctima,
con la fuerza primaria de la víbora a su presa.
Schiller, el germano, ya sabía esto.
A nadie ha de interesar este canto: ni al avaro suicida,
al verificar en sus talegas una moneda de menos, tomada por su hija.
El invierno, ya está, ahí, como la calle al otro lado de la puerta,
vistiendo traje de bruma y gorra de frío.
Avanza, cargado como un dios mítico, con los fardos de un pasado desaparecido.
Pero su agonía se queda trasnochando para siempre en nosotros.
Ha sepultado recién al príncipe encantado del otoño, escenógrafo
de los suburbios del mundo, donde la lámpara de la tristeza jamás agotó su luz.
Y también los caminos rurales por donde van los arrieros
y vagabundos, con sus perros labrando cansancio, sed y hambre antiguos,
como el hombre desde siempre.
El invierno está ahí.
Avizora que una de las olas destroce el faro, para entrar al puerto.
Comodoro de alta mar y archipiélagos, su pericia y audacia
rechaza brújulas y cartas.
Su bitácora anota tempestades altas y naufragios profundos, nada más.
Los vendedores de tortillas y castañas calientes suben los cerros
de la edad del mar-océano.
En la niebla agoniza la luz de los faroles.
Y detrás del pregonar fragante a aguardiente, viene la lluvia.
El grillo levanta, entonces, su espiral de hielo.
El sapo, con su croar transforma el lodo en aéreo paisaje de cristal.
Sí. Ahí está invierno. Viste traje de bruma y gorra de frío.
Mi oído capta a través de los muros las toses de los ancianos,
cuyos pechos suenan a carreteras viejas o a engranajes mutilados.
Y los ojos descubren la voracidad del tiempo en los rostros de las mujeres,
ayer, solamente, admiradas.
¡Ah! pero los amores quedan dentro del corazón como el verde pasto
o el relincho muerto en el cuero de la bestia.
Y la gran luz negra en el fondo del ojo seco del cadáver.
Y el tiempo en la maquinaria rota del reloj.
Canto de abismos alucinados, precipicios y vértigos.
Semejante a esta latitud marinera de alma submarina,
tal la jibia, el coral, el hipocampo y su amazona, la sirena.
De arquitectura e ingeniería idéntica eres, Valparaíso,
a la del océano en tempestad.
Entre cerro y cerro anclan los huracanes a calafatear sus quillas
de alta sombra. Y a parchar las velas quemadas por la sal.
La oscuridad abre su párpado de aceite.
Oficia un canto funeral a otr /> La elegí entre varias traídas por mi padre al hogar.
Mi ternura, abundante, la clavó a uno de los muros de mi cuarto.
Era de rostro desventurado como las heroínas de los folletines
del siglo diecinueve, que precipitaron en sollozos y suspiros
a las abuelas fragantes a azucena e incienso.
Jamás las riberas de su origen me preocuparon, ni la lengua
en la que las mujeres arrullaron su venida al mundo.
Sabía, solamente, de su arribada en un velero,
cuya bandera ignorábamos todos.
los tripulantes marineros de yersey azules.
Bajaban a tierra cantando y fumando pipas,
el humo les entregaba la dirección de los vientos.
El mascarón de proa glosaba la pasión y el lirismo pagano
de los arrogantes armadores.
Quizá, fuera nórdica, de alma profunda como los espejos antiguos,
en cuyos interiores desaparecieron hombres, mujeres y atavíos.
Italiana, lírica, religiosa y penitente.
Francesa, gustadora de los licores color ámbar,
y, de los atardeceres perfumados de garúa.
Inglesa, rubia en libra esterlina.
Española, apasionada y sensual; rojo cirio en misa negra.
Portuguesa, soñadora y sentimental.
Pálida eras, galleta marinera, como las manos de una doncella
regresando de las tinieblas del amor.
Distante de las jarcias donde los vientos aúllan, sangran y se doman;
lejos de las tétricas sentinas, tumba de las iras
y de las maldiciones de los aparejos, espacio de terror
donde la muerte se asusta.
Destino de los capitanes posesos y de los marineros desertores
que enloquecían, mordidos por la sal y el silencio,
y devorados eran por las grandes ratas ciegas.
Sepulcro del grito, de la voz, de la alarma,
del gemido, por ningún oído captado en las noches de zozobra,
cuando las linternas de los entre – puentes
se apagaban y rompían como las alas de zancudos.
Fuera del mar, del olor a brea y yodo,
alucinada por las rutas solitarias, la pereza de los pairos,
las islas negras, verticales y sonoras,
habitadas por fantasmas golpeando campanas altas de plomo,
llamando a los lentos buzos rezagados, dentro de las escafandras,
con los ojos abiertos, llenos de sueños marítimos
de bancos de perlas y fabulosos galeones, se desgarraba sin voz.
Añorando el tráfico de playas enmohecidas
y las caletas de olas viejas, seguramente,
enfermó del mar y de sus maleficios.
Y una noche y un día, leal a su tradición,
se disolvió, en la larga humedad del muro de mi cuarto.
Día o noche en que el trueno reventaba y llenaba de terror
el vacío corazón de los seres.
La nostalgia del mar -océano y sus horizontes
le habían mordido el alma como a los perros de los veleros,
que bajaban a tierra con las tripulaciones
y se quedaban dormidos debajo de los catres de los lenocinios,
arrullados por la música febril de los somieres,
y, después, morían en los malecones, ladrándole a las velas,
cargadas de vientos, de todos los barcos.
En la épica y en las leyendas del mar
flamean las banderas de todos los piratas.
Se escucha, el estampido de todas las culebrinas.
Se coleccionan los cofres de todos los corsarios,
y la heráldica de la galleta marinera se perdió
en un silencio de agua y harina.
Lentamente, el mundo crece y se hace redondo
como una naranja adentro del invierno.
En las travesías, los vigías envejecían en las cofas,
sin lograr dejar en las cubiertas el grito augural
¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!
En ese minuto.
En esa hora, hubo un millón de siglos en un día.
En ese instante, están todos los cojones de España
encima de las olas o en el fondo de los mares,
amortajados en la canción de cuna gris -azul.
DON CRISTÓBAL COLON,
liendres y piojos en su larga cabellera de almirante
en los océanos y de las tierras, comenta a su corazón
la órbita universal de su soledad.
Los navegantes que regresan le han jugado a la brisca,
a los dados, vida y destino de la muerte.
Vuelven mascando tabaco. Y con presentes de monos,
doctos en gestos obscenos y loros letrados en sucias palabras.
Los reyes desairan a los embajadores.
Antes, se hacen mostrar un indio todo cobre
como la Cordillera de los Andes.
Y consultan a los teólogos si es pecado mortal
comer papas indígenas con costillas de cerdo,
y vinos cristianos.
Los gentiles caballeros demuestran a su dama su valor y osadía
acariciándoles la concha a la gran tortuga de las islas Galápagos.
De la carcajada. Europa se sumerge, hunde en el espanto
y la meditación.
En esa hora.
En ese tiempo, entra a la cámara de los capitanes
y a los putrefactos bodegones de las tripulaciones, la mujer.
La mujer de goma.
Elástica, flexible, serpiente, cazando insectos en el seco aire del verano.
Cintura delgada de madrigal.
Caderas largas de ola.
En los ojos la selva y el pasado del mundo.
Mujer de los equinoccios y de las auroras boreales.
Por ella, las quillas se internaban en los golfos.
Atraviesan, cabos, cruzan estrechos alcanzan islas.
Por ella, la Cruz del Sur. Y los cuatro pétalos de la Rosa de los Vientos.
Por ella, las islas de azúcar, canela y vainilla.
Los países de almizcle y esmeraldas.
Las tierras de oro: América, Cipango, Catay.
STELLA MARIS.
Mi corazón se ha abierto como una mano planetaria.
en afán de pintar todo el firmamento, para proyectarse
desde las estrofas de mi canto, al otro lado de la leyenda.
GALLETA MARINERA.
Tu recuerdo se había hundido con las últimas fragatas,
bergantines y veleros, de distintos deshechos y brújulas equívocas.
¡Bergantines! ¡Galeones! ¡Veleros! ¡Arboladuras!
¡Epifanías del espacio!
En el fondo de los océanos vuestra belleza, singular y mágica
como las olas urgentes de la luz, ignorada fue
por el alma de los hombres aptos sólo
para amar sus rostros pintados de vanidad.
En las cuadernas, los moluscos mudos y ciegos se reproducen alegremente
y se nutren de seculares maderas: roble, pino, teca.
Canto a lo desaparecido, a lo olvidado, es. ¡Oh tristeza!
Canto que a nadie ha de interesar es éste.
Ahí reside su júbilo.

Escribe Carlos León:
«Curioso personaje- este Guillermo Quiñonez, que tripulaba a Valparaiso. con su andar oscilante de marinero recién desembarcado, o mejor todavía, trasladado desde su barco. a ese viejo pontón que es Valparaiso. Es la ciudad que por obra y gracia de la poesia que es como decir de la magia (en ella
todo es posible y hasta la muerte suele
exlraviarse pues posee cementerios intimos
y entrometidos como plazas y plazas desoladas como cementerios y sus pasillos
parecen calles y sus calles, clubes sin
estatutos ni reglamentos…

¡Ánimo cabrones…!

El año empezó con nieve que cubrió el valle de madrugada y dejó luego momento hermosos. El Pablo Cingolani desde las montañas bolivianas envió en escueto mensaje de ánimo, «vamos che!», acompañado de esa imagen de Villa y su leyenda que sea o no apócrifa, está bien. La de ayer fue una noche rara, ni cohetes, ni petardos, ni disfraces, ni luces en las ventanas. Le puse una vela a mi ñatita, encendí una astilla de palo santo (contra la inbidia) y me acordé de los amigos que están lejos, en Chile –qué tristeza tú carta de ayer, Adolfo, no somos conscientes del drama que se está viviendo en Chile, que vida tan dura la vuestra–, en Bolivia, en Colorado… Monté unas miniaturas de obra de casa en construcción que compré hace unos años en la feria de Alasitas de La Paz, e hice challar por yatiri, para ver si acababa de dejar el bulto de una vez en alguna casa que mereciera ese nombre. El año pasado, en este día del agua nueva, el de Jano, no tenía la menor idea de dónde iba a acabarlo ni cómo. Veremos este año, estará más feo, seguro, porque los trabajos cada vez se hacen más cuesta arriba… «¡Plata y miedo nunca vamos a tener!», decía con entusiasmo mi añorado Ramón Rocha Monroy, cada vez que se tropezaba con un obstáculo, lo que le ha sucedido demasiado a menudo como para  tirar una toalla que no ha tirado nunca. Pues eso, ni plata ni miedo, nuevos libros, novela, ensayo, memorias de confinamiento… como para perder el tiempo estamos… ¡estamos listos!

Rolando Cárdenas, poeta magallánico (Pesquisa y antología)

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Cárdenas y Teillier

Rolando Cárdenas, nacido en Punta Arenas, Magallanes, en 1933 y fallecido en Santiago de Chile, en 1990. Vida azacaneada la suya. Muerto en la pobreza, de hambre dijeron. No sé. En sus datos biográficos abundan las pérdidas. «¿Cómo fue posible que haya muerto en el más absoluto desamparo en su departamento de calle Teatinos, horas después que Eliana?», escribirá Aristóteles España en 1993.  He buscado libros suyos en España y no he encontrado ninguno. Tal vez haya mirado mal, pero en el portal de la Biblioteca nacional de Chile,  Memoria chilena, he encontrado varios de sus libros.

Leo que su padre era un domador de potros chilota, de un lugar que puede resultar inverosímil, de Curaco de Vélez, en Chiloé: Ahora, si viviera, / de seguro saldría en su caballo / como un espectro bajo el cielo, / a contar sus estrellas, / a verificar las tinieblas. / Se detendría a observar las estaciones y sus rebeldes señales invariables: /»Seguramente lloverá mañana / porque las nubes han bajado sobre las montañas».

Cárdenas y la lluvia austral: La porfiada presencia de la lluvia / que danza agua sola hasta anegar el aireEl viento y la nieve en Punta Arenas, las galernas del estrecho de Magallanes. Tierra de Fuego y los Onas y Alacalufes, el Darwin, los canales, los chilotas y sus hogueras en la noche…  Los campos. Las alambradas: «La provincia blanca, como la llamaba Cárdenas Vera, es el lugar del silencio y del viento – de ese lado del mundo / donde el viento se levanta feroz en las noches / y en los lánguidos días– , el silencio de la nieve, es la embrujada blancura que penetra el corazón y que jamás podrás olvidar, como no se olvida el amor primero», escribió en 1997 Juan Pablo Riveros, cuando le hicieron un homenaje que no lo rescató del todo el olvido.

Y de Magallanes/Patagonia a Santiago, con mucha soledad y mucho silencio en el equipaje. En Santiago frecuenta la Biblioteca Nacional donde  se encuentra con Jorge Teillier que le avaló, sin ahorrarse críticas certeras a sus lugares comunes y  donde tomaría en las filas de la «sagrada hermandad vespertina de la Unión Chica», ese restaurante santiaguino donde Adolfo de Nordenflycht me habló por primera vez de Teillier. Vespertina y vinosa.  Teillier fue un prelado de esa hermandad. Quedan seis libros de poesía: Tránsito breve (1961), En el invierno de la provincia (1963), Personajes de mi ciudad (1964), Poemas migratorios (1974), Qué tras esos muros (1986), el póstumo Vastos Imperios (1994) y la obra completa de 1994 prologada por Ramón Díaz Eterovic

 

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Luis Sánchez Latorre en una de sus siluetas de Memorabilia (Impresiones y recuerdos)

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OVEREND (De En el invierno de la provincia)

Nada detrás de este silencio de roca,
detrás de estas raíces
que piden eternidad a una tierra que no existe.
y no descansa el aire doloroso y perfecto,
y la soledad detenida como un río del cielo,
distante y profunda
como el parpadeo de los planetas más lejanos.

Nada, sino pensar
en la ruta extraviada de los barcos
buscando ciudades en la bruma,
que a vece aparecían debajo de la lluvia,
o cuando el sol abría el horizonte
brillaban como la nieve en las tres agujas del Paine.

También el mar sin tregua está presente
con algo de humano y taciturno dentro de su bahía,
rodeado de una corteza petrificada y roja,
inexpresiva y poderosa
como el sueño de los que se ahogaron
lejos de la desvelada luz de los faros.

Y sin embargo, se suaviza su materia oleosa
cuando copia el vuelo de cenicientos petreles.

Al final,
más allá de lo que no ba transcurrido
y no conocemos, porque todo es más antiguo que el silencio, la noche y las aves obscuras se parecen,
existen ciudades de oro donde nunca se muere,
existe el agua y rocas manchadas por el musgo,
y una lluvia que vuelve a construir lejanías
en busca de buena tierra
para que asomen los bosques.

 

FANTASMAS
A Jorge Teillier

Han de venir de pronto
por una tarde llena de lluvia,
a esa hora en que el panteonero se levanta desde el N. O., en el antiguo cementerio,
para soplar por la bahía
y calles inclinadas donde no reinan las hojas.
La tinieblas caerán con frío
hasta hacer desaparecer las siluetas
de viejos pontones carboneros.

Y será de nuevo la infancia desvelada
en una pieza obscura, sin respirar casí.
Y toda la casa estará llena de ellos
y todo ellos alrededor de la lluvia
y del viento que silba en lo alambres.

Así transcurrían esos días
en una casa brumosa y encantada,
junto a una abuela tierna
como si fuera a nombrarla.
Cuando era fácil asombrarse
ante palabras llenas de innumerables secretos de los que alguna vez pasaron
por aquellos pueblos fantasmas
donde la muerte alejaba a los pájaros.

Sus voces los hacían respirar y moverse en las sombras alguna de esas noches
en que la luna y el mar se detenían
para resucitar antiguas leyendas chilotas
de barcos iluminados con extraños tripulantes deformes.

Así sucederá.
Porque me basta saber que el panteonero
se levanta de nuevo desde el N.O.
con aquellos que han perdido la memoria bajo la tierra
y me toca con una mano helada.

 

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YO SOLO SE QUE VENGO REGRESANDO

Nunca fue mi tristeza más callada y tranquila
que cuando te encontré, viniendo desde el tiempo,
desde el fondo, desde años.

Siempre fuiste como una conjunción de principios.

Nunca, tal vez jamás,
podré tener esa actitud tranquila que tenía mi madre,
porque ahora soy otro.
Sólo el espectro es el que queda
con mi mismo ropaje,
con mis mismas palabras,
que buscan el oído, vacilantes.
Y es que no puede ser de otra manera.
Entraba por el alba como por una puerta
y me encontraba solo, hasta el alba siguiente.
Pero estaban mis libros,
unos, más queridos que otros,
que esperaban callados que yo los penetrara
con ojos de estudiante,
y ellos me mostraron el encantado mundo de las cosas.

Ahora que regreso,
hacia las mismas horas que un tiempo
me llevaron de la mano por mi infancia callada,
las encuentro como si nunca hubiera existido.
Y ahí está mi amigo el árbol,
y esa misma calle,
un poco encorvada por la lluvia y la nieve,
más allá tengo a mi viejo amigo el mar
siempre acariciando a mi ciudad tranquila,
y los cerros lejanos,
y la flauta del viento que danza en las veredas,
el rostro amigo,
y la mano y la boca que sonríen
como final de tanto tiempo ausente.

Pero no. No es posible.
Yo sólo sé que vengo un poco triste
y un poquito cansado
de tanto soñar con todos los crepúsculos que hoy toco con mis manos. 
Pero yo te quería decir otras palabras,
y mirando esta tarde me fui por los ensueños y recuerdos como en una nave.

Yo siempre quiero penetrar las cosas
y ser como ellas son,
incluso, más sencillo que la canción del agua.
Pero cuando converso con mis manos
no puedo evitar estar un poco más callado,
que es un modo de mi tristeza,
porque nunca estoy seguro de nada,
ni siquiera que existo en esta tarde azul,
ni siquiera que estás a mi lado
en la actitud callada de una flor.
De nada estoy seguro,
y ahora lo confieso, era eso,
precisamente eso,
que está presente desde antes que te viera,
sobre lo que quería conversarte.
…pero, es la tarde, hay mucho sol,
tal vez, mañana el alba te lo diga…

 

REGRESO

Un día regresaremos a la ciudad perdida
como las estaciones todos los años,
como una sombra más en las tardes,
preguntando por antepasados
o por el río en cuyas aguas se quebraba el cielo.

Será en invierno
para revivir mejor los grandes fríos,
para ver de nuevo
el humo negro de los barcos cortando el aire,
para escuchar en las noches
los pequeños ruidos de la nieve.

Nos sentaremos a la mesa como si tal cosa
a probar el pan de otros días.
Un pájaro que cruce por la ventana
nos hará pensar en el bosque de pinos
donde el viento se revolvía furioso.

También preguntaremos por antiguos amigos
pensando quizás en el rostro de alguna muchacha.
Aún existirá el boliche
donde se reunían viejos campesinos.
Nos invitarán a beber y a conversar
asuntos que nadie olvida.
El tiempo no es más que regreso a otro tiempo.
«Todos nos reuniremos alguna vez bajo tierra».

Alguien nos reconocerá a la vuelta de la esquina.
Será como venir a saludar desde otra época.

[De En el invierno de la provincia (1963)]

 

BÚSQUEDA

 A veces es bueno abandonarse al propio olvido
como si el saber sonreír
fuera más fácil que morder una fruta.
Ir por las calles perfectamente solo,
sin más compañía que nuestra cotidiana tristeza y nuestros pasos,
amando una vez más la sencillez del aire
de la manera como se recuerda la infancia,
o ese otro tiempo pulverizado
cuando se buscaban las primeras estrellas en las charcas.
Es bueno sentarse entre amigos y vasos
a observar como todos abandonan algo suyo
en la música que los impulsa y transforma en seres sin huesos,
mientras la noche trepa por los muros
buscando también dónde esconder su espera,
y después salir hacia el alba
con un poco más para alimentar futuras soledades.
Es bueno comprender que estamos hechos de recuerdos,
un poco de tiempo que crece sin escucharnos
y de muchas cosas que no comprendemos.
A veces es bueno detenerse a contemplar la hoja que cae
cuando la palabra primavera
no es lo que nosotros quisiéramos que sea.

 

EN SUMA; TODO ES REGRESO

En el océano de esas noches
me detuve con mis signos, dispersándome
de aquellas colinas que han dejado de ser
(ahora deben estar pobladas de tejados rojos),
de la nieve sobre la soledad de los domingos,
de esa agua helada que nos ha rodeado siempre
y del fuego, que nos separaba del invierno.

Un tiempo definitivamente transcurrido y olvidado
por esa decisión
de esconderse cerca de este otro lado del mar.

Ahora era tu voz grave
como madera resonando levemente tocada,
tenazmente alejados de lo que no fuera ese secreto,
dispuestos a dejar atrás lo que nos había afrentado,
a rehacerlo todo en esa casa perdida bajo el cielo
en una alianza de pronto despertada.

El silencio también era un silencio lleno de voces
que con el sueño llegaba
copado con los sonidos ocultos de la noche y la tierra.

Sin duda eras un horizonte ausente
blanca y dormida,
la que no me oye en su humedad salobre
pero en un gesto repentino me acerca,
más que la espuma preparándose desde lejos
distante de tus ojos obscurecidos por la tarde.

Eras mucho más que el frío aire de la madrugada
que nunca logró penetrar en ese pequeño escondite cerca del mar.

 

 

EL HOMBRE COTIDIANO
Hay un gesto cotidiano que nos dice:
hay un modo de estar que nos delata,
y siempre el tiempo que nos recuerda quiénes somos.

Se nace una mañana empapado de alba
después de recorrer la infancia más remota,
después de volver del colegio
comiendo una naranja lentamente,
sin fijarse mucho si estamos sobre un puente,
sin ver apenas cómo alas dibujan el paisaje.

Nos sacamos nuestra máscara de sueño
para penetrar en el día. De pronto recordamos
que hay cosas que decir
sin importancia alguna,
copiar actitudes como ante un espejo
de una manera implacable,
para ser una vez más fantasma entre fantasmas.

Entonces nuestra tristeza nos recuerda
que alguna vez podemos herir el día con el grito,
para arrojar entre ruinas ese lento morir,
más breve aun que la luz en el agua.
Que podemos liberarnos de esas cosas antiguas
que siempre se suceden cansadas como siglos,
y que se puede resucitar la lluvia entre las piedras,
y siempre nuestro olvido,
sin necesidad de esperar las estrellas
para buscar en el diccionario la palabra extraviada.
ELEGIA DEL FUTURO SUICIDA

Yo hablo de la integridad
como si la palabra misma fuera indivisible,
o como si todo alguna vez no retornara a nada.

Pero esto no es así.

Llega un momento en que se acaba el sueño,
La mano ya no quiere aprisionar.
La flor se desploma sobre el musgo.
Los ojos quedan secos.
La caricia no existe.
Ni la palabra amada.
Ni el rumor que se levanta del saucedal frondoso.

Nada importa que el viento golpee en cada puerta.
Ni que la lluvia humedezca nuestro calzado y nuestra alma.
Ni que la abulia sea un buitre que devora a pedazos la esperanza.

Se quiere aprisionar la risa en el puño
como una mariposa,
pero ella se aleja hacia otros privilegios.
No quiere compartir el beso que la boca entrega en la ausencia,
ni el cuerpo que se da en la hora furtiva,
ni la palabra que impulsaría a conquistar el aire.

La soledad alzándose, infatigable planta,
va construyendo un clima de sonrisas enlutadas.
La memoria yace derribada por la astenia
en actitud de delirio.
Ni siquiera es capaz de crear el grito salvaje de la angustia.

La indiferencia penetra por la piel royéndola de a poco.
El asombro por lo que no creímos
se va quedando sólo en pesadumbre
que nos va señalando nuestra propia miseria resignada.
La alegría misma ha quedado derribada en algún rincón de nuestro propio
olvido.

La lengua no blasfema.
Está extática y sola.
A su lado está también la canción trunca
que en un principio pregonaba la fuerza.

El corazón se va quedando solo.
Solo en el día.
Solo en la noche,
como un grito abandonado y yerto.

Ya nada es demasiado indispensable,
sólo el aire.
Lentamente el cansancio va forjando su lágrima.
Todo es latir apresurado hacia el final,
porque en la hora dura no queda nada:
la pureza,
el tiempo del amor iluminado,
el beso antiguo
son casi dolorosa inexistencia.

Pero se llega al día límite
que nos espera como un muro infranqueable
despojado de todo,
que es una manera de mostrar la certeza.

También se puede sonreír al borde de la vida.

[De Tránsito breve, 1961]

 

PAJAROS SILBANTES

Pájaros silbantes son nuestras silbantes lenguas
que se exilian del rencor
bajo calmos tiempos desérticos.

 

«Rolando Cárdenas, el poeta que pasa por contrabando el misterio en palabras simples», por Carmen Avendaño.

«Rolando Cárdenas, la Patagonia como espacio poético»: Reseña de Aristóteles España

«Rolando Cárdenas o la anatomía de un olvido», Juan Pablo Rivero, en Mapocoho, Revista de Humanidades y Ciencias Sociales, Nº 41, 1977.