
En un rincón de la librería Le Dilettante (otra de mis citas obligadas), de la plaza del Odeon, veo una fotografía de Antoine Blondin, aquel gamberro de genio, maestro del humor vagabundo, autor de un impagable texto autobiográfico «Ma vie entre des lignes», cuya lectura compartí a origen con Valentí Puig, el día fundacional de nuestra amistad con wiskis mañaneros en el café Gijón, un día de los ochenta (éramos muy jóvenes). Una fotografía dedicada ignoro a quién. Es igual. He entrado en la librería en busca de algunos títulos del muy maldito Jack Thieluoy que desconozco y el que me falta de Pierre Goldman, «Las memorias de un judío en Francia». Encuentro La Bible d’Amérique de Thieuloy, pero nada de Goldman. El librero me mira raro cuando ve mis compras y lo que consulto: Bernard Frank y el libro del nieto de Céline sobre su abuelo. Empieza una conversación y me azoro. Son gente de otro mundo. No sabes si estás metiendo la pata y el librero-editor, Dominique Gaultier, «despote éclairé», no ayuda mucho, por mucha simpatía que muestre. Hablo demasiado hasta con la boca cerrada. Al fondo de la librería el librero Antonin Bihr, más dandi que el propio Gaultier. Gaultier ha sido el editor de ese broncas, más incluso que maldito, que es Marc-Édouard Nabe (merece la pena una vuelta por su Wikinabia). Estoy de más. Me pasa mucho. Y cada vez más. La misantropía del corazón del bosque y del laberinto de la gran ciudad.
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