Me veo de niño mirando fascinado y atemorizado también, ese dibujo que ilustra el capítulo final de El coqueto don Sancho Sánchez (1938), libro del que he hablado mucho, sin saber ni quién era el autor del librico, Gabriel de Biurrun Garmendia (un amigo del abuelo boticario) ni el de las ilustraciones, el escritor falangista Ángel María Pascual, primo de mi tío abuelo Jesús Ayala (La nave de Baco)… runrunes de calaveras, diría Ramón Rocha Monroy… El esqueleto, la muerte, la huesera del cementerio del pueblo a la que se cayó el otro abuelo un día que fuimos a visitar la tumba del tío Bernabé y estaba la puerta cerrada, el viejo panteón familiar que me espantaba, las llaves de las momias… al final escribo de ella, de la que no tiene nombre, o por su causa, en estos amenes de un mundo que ha cantado con garbo un ítem missa est; escribo un «desbarre de difuntos varios», con un canguelo fatalista que no me importa confesar y sin más pretensiones que tener con él un puñado de lectores que acepten ese juego entre lector y narrador que tiene menos reglas que el guá o el hinque, porque juego es y no otra cosa. Una burla sombría, un desbarre literario ad sum de traviesos lectores. Una escritura como un salvavidas, algo a lo que agarrarse en tiempo de derribo como es este.
Ángel María Pascual
Ángel María Pascual, aquel raro
Los libros del Portal de Francia
Los libros del Portal de Francia es una librería imaginaria que aparece en mi novela El Escarmiento. Quienes se han molestado en ir hasta el lugar de la ciudad al que hace referencia su nombre para verificar de qué comercio en concreto se trata, podrían haberse dado cuenta de que el lugar señalado de manera clara en mi libro, está cerrado. Por eso precisamente abrí en él una librería, negocio ruinoso hoy día: aquellas que han contado en nuestra vida han cerrado o naufragan de mala manera. En Pamplona es inútil plantear juegos literarios. Si escribiera Caperucita roja, estoy seguro de que alguien me encontraría enseguida a la abuelita y al bosque. Lo mismo sucede con la casa de Antton Basurde, que desde que apareció la novela ha dejado de existir y está en rehabilitación por lo que Basurde, de momento, se ha trasladado con todo su museo a otra parte, como se contará en El botín. Imagino que cuando termine Biargieta pasará lo mismo con ese barrio que aparece (ya en No existe tal lugar) entre dos luces y más de uno irá buscando escenarios y personajes que solo existen en mi imaginación por mucho que me haya inspirado en otros vividos, tratados y padecidos.
El caso es que en esa antigua Rúa de los Peregrinos tengo dos buenos amigos, uno librero de viejo, otro brocante bravo. Nos conocemos de toda la vida como quien dice. El librero me hizo ayer un regalo para mí precioso: esa edición de 1938 de El coqueto don Sancho Sánchez, libro que para mí tiene una significación especial por motivos personales y que yo leía de niño porque identificaba los escenarios del libro con otros bien precisos que me eran muy familiares, y con razón, pues en ellos vivía: mi abuelo paterno tenía buena relación con Biurrun, el autor de esa fantasía que ilustró A. M. Pascual y situó la pie de las torres de San Cernin. Lo cuento en Los barruntos de la botica, ensayo que acompaña la edición fasimilar del libro de Biurrun y que hoy escribiría en otro tono y otra dirección, desde luego. Ahora no sé yo si está el tiempo como para fantasías literarias. Tampoco lo estaba en 1938 cuando se publicó el librico. ¿Para qué está ahora el dichoso tiempo? ¿Para el alegato y la apuntación fiscal, para la rebelión escrita, para el libelo, para el testimonio de la mugre, para defenderse de una agresión constante? A esto cada cual responderá como pueda y quiera. Sé para qué está para mí y con eso me basta.
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