Juan Fernández y Cía en la sentina

Los libros muertos y los que no tuvieron suerte, muchos kilómetros de viaje, hemerotecas, bibliotecas, horas de escritura, en Baztan, San Juan de Luz, Valparaíso y en la isla de Juan Fernández, que allá queda, alojado en la hostería que armó la uruguaya Blanca Luz Brum Elizalde en El Palillo y que se llevó el maremoto de 2010, junto con sus cuadros y papeles si todavía los seguía guardando allí su hija María Eugenia Beeche, que no sé. ¿Fue ella la causante de la irrupción de los marinos en busca del arsenal del MIR en 1973? Sería verosímil porque la aventurera no paró hasta que Pinochet le dio la nacionalidad chilena, tras hacer público que en Chile no había desaparecidos, algo de un canalla que tumba. La isla, sus marinos, piratas, tesoro, habitantes, leyendas… Esos dos libros tuvieron mala suerte. El viaje a la isla de JF (cuyo título manipuló a su gusto la editorial Ediciones B: unos granujas), lo escribí entre 2003 y 2004, entre la isla y una habitación de la plaza de La Matriz, en Valparaíso donde viví unos meses. La calavera de Robinson, la escribí en San Juan de Luz, en 2006; es digamos, una novela documental y una ampliación de lo escrito en la isla. Ninguno de los dos libros tuvo un eco apreciable, por no decir que fueron silenciados a conciencia, sobre todo La calavera, y están más que olvidados (y saqueados). «El viaje» no se presentó en ningún lado y mi relación con la editorial se vio interrumpida de una manera brusca que en aquel momento no entendí… Para entonces (2004-2006), un flamante director de museo nacional había echado a rodar, en una cena de gala del diario ABC*, que yo defendía la actividad de ETA y era de Batasuna. Le pedí explicaciones por escrito, pero no se dignó dármelas. Me jodió bien jodido, que era lo que pretendía, en aquel Madrid en el que todo era ETA; y esa sombra, en el Madrid rojigualdo y pesebrista de hoy, dura hasta ahora, en la amplia camorra bibliofílica-esteticista-patriótica de la que forma parte el difamador de altura. Lo vivido allí queda… ¿Y lo escrito y publicado? Pues cogiendo polvo en bibliotecas y libreros de viejo.

* Celebrada con ocasión de la entrega de los premio Mariano de Cavia.

Juan Fernández

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© Sergio Larraín

Esta fotografía del gran Sergio Larraín, fechada en 1961, no es de la isla de Juan Fernández, como se dice en el pie de foto, sino de Largo, en Escocia, lugar de nacimiento de Alexander Selkirk, el marino que le sirvió a Defoe como modelo para su Robinson: «Me robó mi historia». En Juan Fernández no hay ni hubo una playa de arena como esa, ni una costanera como esa. Por cierto, en ese hotel de la fotografía almorcé tirando a regular en el año 2008, eso sí, con mucha decoración robinsoniana. Un día de mucha niebla que lo mismo ocultaba las cosas que las hacía aparecer, como truco de ilusionista.

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Y si digo Juan Fernández y no Robinson Crusoe es porque los isleños así llaman a la isla, y no solo ellos, sino todos los chilenos con los que hables del lugar, tan famoso en Chile por haber sido un presidio anterior a la Independencia y hasta bien entrado el siglo XX… y por sus langostas. Antes de que se abriera el canal de Panamá era fondeadero obligado de los barcos que con rumbo a California doblaban el Cabo de Hornos. Benjamín Vicuña Mackenna le dedicó un fantástico estudio:Juan Fernández. Historia verdadera de la isla de Robinson Crusoe (1883)

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El cambio de denominación de la isla se debe a un capricho turístico de la escritora-pintora, Blanca Luz Brum Elizalde, pareja de Siqueiros, que de comunista de Mariategui, frente populista y peronista, dio en cacerolera de los golpistas del 73, gracias a lo cual obtuvo de Pinochet la nacionalidad chilena y una condecoración… No estoy seguro de que estuviera en la isla cuando los marinos la tomaron por asalto en busca de las armas del MIR.

En el año en que Sergio Larraín viajó a Juan Fernández, en 1961, cuando todavía la isla se denominaba de forma oficial así, Blanca Luz vivía en ella (al menos por largas temporadas), aunque no sé si ya tenía montadas sus cabañas de El Palillo. Blanca Luz tuvo una vida muy rocambolesca a cuyo relato le echó todo el cuento que pudo. ¿Mitómana? Mucho.

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Trato de imaginar cómo pudo haber sido el encuentro entre estos dos personajes mayores hacía los que siento simpatía y admiración, en el caso de Larraín, y curiosidad recelosa en el de Blanca Luz, después de haber hurgado en sus escritos y en memorias ajenas, viendo, además, la manera acrítica y novelesca con que ha sido tratada, haciendo valer su biografía (siempre somera) por encima de su mediocre obra literaria y pictórica.

A Juan Fernández, entre otros personajes novelescos, fue a parar Pepe Quintanilla, hermano del pintor y político republicano Luis Quintanilla Isasi, responsable de los servicios secretos de la República Española en su sede de San Juan de Luz (Hotel Etherberea). Pepe, personaje de una obra de teatro pésima de Hemingway, con quien trató en el Madrid sitiado, tuvo una oscura participación en la policía política comunista (se dice) y sabía del asesinato de José Robles en Valencia…

Yo me encontré otros personajes que sí fueron a parar a una novela, el buscador de tesoros Bernard Keiser, la hija de Blanca Luz y su nieto, el nazi suizo que quería reflotar el Dresden hundido en la isla por los ingleses, los malignos herederos del robinson suizo Alfred de Rodt, la Brujilda Green y el barquero pichabrava… Buenos y malos recuerdos tejen su niebla sobre lo que fue un sueño de juventud: ir a como fuera a Juan Fernández.

Artículos de viaje

rollos 2La fotografía la tomé en el Rastro de Madrid, un día de primavera de 1994, en compañía de Juan Manuel Bonet. Era un baúl de cuero negro que estaba repleto de mapas y cartas de navegación. Me pareció todo un emblema del viaje, del viaje inmóvil por entonces. Pau era para mí un objetivo literario, en la medida en que es el escenario por el que anduvo a la deriva don Tristán de Barraute, un personaje de una novela de hace trece años, En Bayona, bajo los porches. 

También fue en Pau donde me regalaron ese diario de navegación (fragmentos) de un navío español del siglo XVIII en su derrota por el océano Índico. Está incompleto y las últimas páginas están escritas con una tinta tan tenue que no pueden leerse. Hacía años que lo había perdido de vista. Lo he encontrado esta mañana en el barullo de la biblioteca cada vez más polvorienta y abandonada, y he pasado unas cuentas horas leyendolo como he podido a la busqueda de alguún detalle que me permitiera saber de qué barco se trataba y quién era el que lo comandaba. En realidad buscaba algo que me permitiera ir tras los pasos de Arthur Gorodn Pym, algún misterio.  El navío español anda entre las isla de la Reunión, Mauricio, la Piedra del Inglés, evita Madagascar y navega por el ïndico persiguiendo deportivamente a un navío holandés, el «Princesa Luisa»… la tripulación enferma y hay fallecidos sin nombre, hay que hacer aguadas, cargar carne, protestar porque les roban un ancla los franceses, hacer observaciones de latitud y longitud, anotar los vientos y la meteorología, páginas y más páginas de datos, los días corren con aquello que dijo Conrad, con la monotonía de una  vida entre cielo y agua, hasta que hay una serie de tormentas que obligan al barco a buscar refugio en Puerto Luis, en la Isla de Francia (hoy Mauricio), del rey de ídem, donde el capitán sin nombre se dedica a redactar una descripción física y naturalista de la isla en la que cuenta, por ejemplo, más de 40.000 esclavos, entre «moros y malavares»… entonces es cuando se me ha hecho la luz, que le dicen los rancios, y he sospechado quién podía ser el autor del diario y de ese informe. De hecho no podía ser otro en esas fechas (1786-1788): Francisco Muñoz y San Clemente, en su viaje, fundacional para la Compañia de Filipinas, entre Cádiz y las islas Filipinas doblando Buena Esperanza. ¿Y el barco? El Águila Imperial.
Arthur Gordon Pym no saltó de su estante de sombras, pero me pregunto cómo termina ese diario de navegación en un chamarilero de la vieja Pamplona, frente al antiguo Colegio de la Compañía, la ciudad en la que el marino ilustrado y naturalista, compañero de Alejandro Malaspina, nació en 1755 (y más cosas). Me he preguntado si no andaría de por medio un vendedor de momias que aparece en mi novela La flecha del miedo o un traficante de obras de arte, perseguido en algún momento por la Interpol, que exhibía un carnet rojo en cartoné de agente secreto de los servicios de Carrero Blanco, sin otro propósito, imagino, que acojonar al imbécil. ¿Novelerías? No, cosas que pasan y de las que te enteras si prestas atención. He imaginado, una cosa y otra, y se me ha ido la tarde recorriendo mapas, pasando una vez más por Juan Fernández, en el fabuloso viaje de Malaspina… lejos.