
Esta tarde tengo el compromiso de ir al Museo Nacional Reina Sofía a hablar un rato de Rafael Chirbes, un autor y una persona a quien admire como escritor y estimé como persona. Lo conocí no como escritor sino como gastrósofo cuando me encargó (en 1990) un artículo para la revista Sobremesa. Echo en falta sus apoyos y muestras de afecto que sigo agradeciendo, ahora que no puedo expresárselo. ¿Escribir sobre Chirbes? ¿Para quién? Es mucho lo ya escrito sobre él. Las entrevistas son muy ricas de contenido. Poco puedo añadir. Sí que voy a contar por qué me gusta tanto Chirbes: por el desdiós social que me tocó conocer en mi vida laboral, desde una promotora-constructora a las bajezas del periodismo cultural, pasando por el delito y los abusos que conocí como abogado. Chirbes, una mezcla de rebelde inacallable, hedonista refinado y desencantado en pie de guerra permanente, plasmó de una forma admirable, galdosiana si se quiere, ese mundo de trampa permanente y cartón de trileros, miseria social sin paliativos, clases sociales en las que «solo se puede entrar a punta de navaja» (me dijo en una ocasión) nuevos ricos y viejos franquistas, especuladores y ladrones, y también su disgusto consigo mismo, su propia guerra interior, algo que resulta incómodo para el lector si este coge vela en ese entierro. Decepción, desilusión, desasosiego, nada es como parecía que podía ser, nada es como se desea, nada… no sigo. Solo soy un lector que coge tea de la mano de sus escritos y con ella intenta atravesar la ciénaga.
*** Fotografía de Mikel Ponce.
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