Llegó la nieve

dsc_0015Llegó la nieve. Empezó a caer antes de que amaneciera del todo. Los críos entraron en la ikastola con más alboroto de lo habitual. Voces festivas las suyas. La nieve trae con ella una inexplicable alegría. Ahora se ha ido y las ovejas que hay en el prado frente a mi casa se han quedado quietas y han terminado por ir a buscar un abrigo. Un golpe de esquila de cuando en cuando. El tiempo de las andadas de la nieve ya pasó, eran feroces, largas, imprevisibles… La nieve está bien para verla a cubierto o para caminar un rato y prestar atención al silencio que viene con ella, quedarse a la escucha, aparece el pájaro que no ves y las huellas del corzo o del jabalí que de ordinario se esconden en la espesura. Invita a sentarse a la mesa, a los platos contundentes, a la sobremesa y a la converación. Y que el fuego arda en un rincón, como postulaba Thomas de Quincey en sus Confesiones de un inglés comedor de opio… la botella de laúdano a mano y un libro de metafísica alemana (en su caso). Si es para descargar camiones no está tan bien, me dice un amigo escritor que anduvo de costalero por los Estados Unidos (Claudio Ferrufino-Coqueugniot lo cuenta en El exilio voluntario) y para perderse en ella o quedarse bloqueado en un lugar perdido, tampoco… Una novela de la nieve: Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer. Sigue nevando y acaba de pasar un rebaño, ganas me dan de echarme a dar una vuelta…

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Otoñal de Las pirañas

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No creí que corregir un libro como Las pirañas fuera tan complicado. ¿Sobran o faltan páginas? Pues las dos cosas. Y además resulta difícil poner orden en lo que nunca lo tuvo, no ya como labor de edición, que salta a la vista que no hubo, ignoro por qué, sino de escritura. Fue hace vienticinco años, más de veinticinco años, entre finales de 1985 y 1992. Podría decir que si estoy aquí, frente a ese panorama otoñal, es gracias  a haber escrito aquello (o a consecuencia), pero eso no es del todo cierto. Lo fue hace 21 años, no ahora. Podría decir que no me reconozco en quien escribió aquellas páginas alucinadas ni en el personaje que protagoniza el libro, cuyo soliloquio,  viaje interior y andada destructiva ocupa la casi totalidad del libro, pero eso tampoco es cierto dicho así. Lo que sí sucede es que hay muchos pasajes que no reconozco como si fueran de la vida de otro. Los personajes me resultan repulsivos, pero lamento de veras haber tratado con los que traté, en la época de escritura del libro y más tarde sobre todo.  Eso no tiene remedio, así te vayas o te quedes, o cierres la puerta y abras la ventan, o tomes otra dirección. Toda escritura es irremediable y no admite «vuelta de hoja», esta tampoco.

Vuelta de Lezabe

dsc_0118Esta mañana me fui para Lezabe, un paraje del valle que me gusta mucho, pasando por Lekaroz y por Arrazkazan, el barrio al que fui a parar hace 21 años. Ese topónimo parece que hace referencia a cuevas o simas que nadie ha encontrado, y a mí me recuerda un episodio de la Primera Guerra Carlista,  cuando Espoz y Mina, en 1835, fusiló a unos cuantos vecinos de Lekaroz y pegó fuego al pueblo en venganza a que no le dieran información acerca de donde estaban escondidas piezas de artillería carlista; incendio que tuvo un testigo militar-literario: un jovencísimo oficial llamado Ros de Olano que dio cuenta del atropello. Nunca volveré a escribir sobre carlismo ni carlistas, al menos desde el punto de vista histórico, un asunto hoy hecho cortijo en manos de mafiosos, como tantos otros, una jauría erudita que muerde y escupe. Ya lo hice. Toca otra cosa, las páginas del último tranco, ese que puedes oler a nada que pongas atención.

Lezabe es un paraje muy boscoso, atravesado por un camino luego senda estrecha y cerrada que transcurre junto a un regacho entre robles autóctonos y americanos, castaños, muchos helechos y más silencio, unas caleras en ruinas como para escenario de atrocidades de Cormac McCarthy… siempre pienso lo mismo y me cuento alguna historia tenebrosa de venganza y demencia. Creo que fue en ese bosque cerrado, junto a la boca musgosa de una calera, donde imaginé mi novela La sima (luego Zarabanda). La senda es enrevesada, tal vez por eso me gusta, rodea árboles majestuosos, desaparece en algunos tramos tras una cortina de zarzas y lianas, y al final se abre, luminosa y va a parar al camino de Arrazkazan a Legate, y de ahí, por la pista de Arraioz, a casa. Es probable que quien me lea o vea estas imágenes, se aburra, yo no. No hay ni dos días iguales ni dos parajes que lo sean ni mucho menos el estado de ánimo es el mismo. Además, no estoy en Nueva York, ni conspirando y escachando famas en un comedero del barrio de Salamanca, ni manipulando premios literarios desde el consejo de administración de un periódico; estoy donde estoy, ni más lejos ni más cerca de nada, y desde ahí escribo, de otros asuntos, menos idílicos y más urgentes.

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