Balzar, Hallier y otros

La librería Compagnie frente a la brasserie Balzar, el púlpito de Jean-Hedern Hallier (1936-1997) y sus panfletos, sus broncas tremebundas (la voladura del apartamento de Regis Debray, la pasta del MIR chileno), eso leía en sus diarios y atropellos autobiográficos –dudaba Herralde si traducirlo ya en los noventa, a la muerte de Hallier–. En la librería encuentro la correspondencia Chardonne/Morand, en tres gruesos volúmenes. «Somos una pareja de anarquistas conservadoras», escribe Morand con desvergüenza. No, una pareja de reaccionarios sin recato.  De esa correspondencia sobre la que pesaba el secreto de no sé cuántos años, me quedé harto en el primer volumen. Cojo sin embargo su diario de guerra lo abro y me voy quedando asombrado de la mentalidad colaboracioncita del diplomático. ¿Pensaba que le iban a dar algo, qué, un tiro? En cuanto olió la chamusquina se buscó la manera de que lo enviaran a Rumanía a recuperar la fortuna de su esposa y buscar la radio clandestina que la resistencia tenía escondida en la embajada de Bucarest. Y eso que Morand no iba a ser de los diez primeros en perder la cabeza, sino de los cien. Eso al menos le dijo Céline. En Morand, hay un personaje con coches de carreras, caballos, viajes, vida de gran mundo, y hay otro, que es el mismo, reaccionario hasta la nausea, racista, clasista, y que Cazale y cía ignoran  porque quieren y les conviene. Con los fascistas españoles pasa y pasó lo mismo. ¿Y yo qué carajos hago en todo esto? Bah, viejos entusiasmos bobos de cuando la obra de Morand casi entera estaba en el derribo de la biblioteca de Negrillos, salvo alguno dedicado por ejemplo a Madame Otto Abetz, que compré en las Pulgas.

         La librería «de Álvarez» (porque fue donde le vi hace años), en realidad De Cluny, en la place Poinlevé, estaba abierta aunque se anunciara cerrada. En los cajones de fuera mucha morralla, aparte de un Violette Leduc (la camarada de mercado negro de Maurice Sachs) y el ensayo sobre Céline que estaba destrozado. El interior bajo mínimos y la librera a la vigilancia, a interceptar la salida, como el hideputa gonorrea de Vignes, no fuera ser que robáramos alguna mierda, se notaba demasiado, otra merdellona, vaya por Dios, qué pintas tendré.

Lugares imaginarios

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Hay lugares que sugieren el apartamiento y el silencio, pero es raro que puedas visitarlos en solitario y sobre todo en silencio. Lugares donde poder hacer una cura de silencio, como Serres en Eleusis, al margen del grupo de turismo organizado en el que él fue. Lugares misteriosos al que el previo pago quita siempre mucho misterio. Lugares en los que solo puedes entrar en grupo apretado y a empujones (Isla Negra). Hay imágenes que ocultan más que desvelan: lo que hay detrás de ellas, debajo, detrás del ojo del fotógrafo, a su espalda, en el fondo del pozo de la historia… «¡La fotográfia, qué mentira!», escribía Chardonne (que fue alguien y ya no es nadie).  Hay lugares imaginarios, aquí mismo, sobre la mesa de trabajo, lugares a los que llegas solo con los ojos cerrados.

*** Imágen de Capadocia, Goreme.

El tiempo de los alabos

P70«Entre los españoles, lo digo sin sonrojo, prefiero a mis paisanos Unamuno, Otero, Ibernia y a los dos Sánchez (Mazas y Ostiz).»… ¡Atiza! Esa sí que es buena y la tenía olvidada, pero está en la revista Calle Mayor, de Logroño, la que hicieron De la Iglesia, es decir el poeta Ibernia, y Martínez Galilea, y otros, en los eitis, los gloriosos eitis, tiempos, aquellos… No es ese el único poema dedicado, luego las dedicatorias desaparecieron, paf, y con ellas cualquier atisbo de benevolencia, y dejasteis de ser «paisanos», y apareció en escena la mala entraña. Cada cual tomó el camino que mejor le convino o supo o pudo.
Lo dice Michel Deon, en el prólogo a la correspondencia de Paul Morand y Jacques Chardonne: «La amistad entre los literatos esconde insondables misterios. No progresa más que sobre arenas movedizas.– Olvidar y acordarse solamente de los momentos de gloria est el onceavo mandamiento en el planeta de las Letras».