«Recuerdos de Miguel», por Pablo Cingolani

Llegó de madrugada, me emocionó, mucho, y me hizo pensar en que los días más dichosos de mi vida los he vivido en Bolivia, y claro que me acuerdo del Elías y de más cosas de aquella caminata formidable y de la noche de víspera con una inagotable conversación, una buena bolsa de hoja de coca, singani… y de Álvaro Diez Astete…

Hace un rato, le aseguraba a un amigo: tengo que anotar mis recuerdos porque los muy turros se me esconden. Las experiencias traumáticas que viví desde el mismísimo comienzo de año hicieron que mi espacio-tiempo se altere y me inocule graves dosis de irrealidad, de flash-backs permanentes, un licuado de sensaciones, dejavús, visiones, sentimientos mezclados, delirio. Ni modo, Quasimodo, diría el que ya sabemos: a poner el pecho hasta que el cuero aguante. No queda de otra, diría mi amigo Germán, el huateño. Y será también porque hoy nos escribimos, es que dejaré estampados mis recuerdos con Miguel que, como son buenos recuerdos, bien también me hace hacerlo, dejar constancia, tramarlos de nuevo.

* * *

Cómo nos encontramos, la verdad, se me embruma -lo veo al “chino” Arandia frente al Estudio Eguino, frente a la Plaza del Estudiante, y a vos Miguel, y a mí- pero lo que sí me acuerdo es que armamos un encuentro tripartito: vos, yo y mi queridísimo Álvaro Diez Astete en mi morada de Jupapina. 

Jupapina es ¿un pueblo?, es ¿un barrio?, extramuros de La Paz, ya en el espléndido valle seco por donde el río que prodigó la vida humana, el Choqueyapu, se obstina en su azarosa búsqueda del Amazonas, donde, al fin y al cabo, de miles de fluyentes kilómetros, desagua. 

La alusión al Padre de los Ríos no es casual: Miguel, Miguel desde Navarra, tuvo a bien enviarme desde su valle de Baztan, su terruño, unas fotos inesperadas de la casa solariega de los Ursúa, el desdichado Ursúa, aquel que comandaba la expedición en busca de las amazonas de la selva y de los tesoros de la ciudad aurea, acompañado -craso error- por “la puta” (la expresión no es mía), por doña Inés de Atienza, lo que desató La Ira de Dios, la del inolvidable Lope de Aguirre. Esas historias nos unían con el Miguel; con el Álvaro, media vida y como Jupapina, y el marco imponente de las montañas que la circundan, se prestan de manera generosa al buen libar y de la mejor conversa, así lo hicimos.

¿De qué hablaríamos esa cita? ¡Y que se yo! Supongo que cosas que hablan tres hombres que escriben, tres hombres que viajan, tres hombres que, de formas diversas, no han perdido la fe. Para salir de la casa y arrimarse a sitios tan lejanos de la puerta como lo hace Miguel, hay que tener fe, fe en el dios de los caminos y fe en uno mismo. Ursúa andaba hechizado por la dama y así le fue. Así no se viaja, viejo. Uno debe amar la travesía por sobre todas las cosas y el Miguel, con sus andanzas extra territoriales, lo prueba. Sus libros, también. Con el Álvaro, tuvimos algunos viajes, todos frenéticos y apasionados. Cruzamos un desierto a puro pisco, cruzamos una selva a puro barro extenuante. Yo lo bauticé, secretamente, “mi oráculo”.

* * *

Corte a: los cerros/ext/día. Resulta que otro asunto, importantísimo, que recuerdo es que, no ese día sino otro día, fuimos con Miguel a caminar los Andes. Digo los Andes, y digo bien, porque Jupapina, La Paz, el Choqueyapu, mi casa, el “chino” Arandia, el Álvaro, la bebendurria, los encuentros, los hallazgos, todo sucedió en los Andes.

Decir los Andes es decir muchas cosas, o es decirlo casi todo. Al menos, para mí. Los Andes, la columna vertebral de América. Los Andes de las rebeliones indígenas que aún nos conmueven y aún nos alientan. Los Andes, el eje táctico/estratégico de la liberación continental. Los Andes de la magia insistente, el hechizo genuino. Los Andes, la vida, en los Andes. Fuimos con Miguel a uno de mis cerros-guía, a una de mis montañas más queridas -en realidad, las amo a todas por igual-, fuimos a caminar a Mullumarka.

Desde la ventana de mi escritorio de la casa de Jupapina, veías el cerrazo, desplegado en toda su majestad, roja majestad, mullu en quechua es rojo, las cicatrices de la Diosa Madre, de sus partos ancestrales, sus honduras cósmicas, sus devenires geológicos, estaban allí, expuestos, desnudos, bellos e invencibles. Fuimos.

Si mi memoria no falla, por eso lo escribo ahora, todavía había el sapo, el Tata Hampatu, la piedra mágica. Después, poco tiempo después, vinieron los señores especuladores inmobiliarios a “urbanizar” el sagrado cerro y las máquinas -los “avatares” los llamábamos con la Carolina, por la película de Cameron- y lo arrasaron todo, todo no: la parte de abajo del cerro (Huacuni, se llama. En los Andes, todo está nombrado. Fue la hechura de Viracocha). De allí, que nosotros trasladamos el ámbito de las ofrendas más arriba. De hecho, allí están enterrados nuestra perra Dana y nuestro gatito Valentín. Allí está el nuevo epicentro cósmico: La Roca Madre, Mama Kala, Mother Rock. La zona sigue siendo santuario y deberías verla: hacia el oeste por donde caminamos, encontramos una rinconada bella, sumamente bella, donde se sitúa la pequeña huaca roja. Es increíble, o no, tú que conoces, pero desde allí, se puede ver La Paz a la distancia. Recuerdo que vos me dijiste, volaste hacia Sucre, que todo esto que describo -el horror promovido por la codicia-, se veía, desde el cielo, como una mina a tajo abierto. No nos rendimos: encima de la cota de los miserables, lo volvimos a hacer. Volvimos a recuperar la paz de las piedras, como diría don Camus.

Resulta que, caminando, te contaba de la historia de esa montaña, y siguiendo las investigaciones de la Barragán, te decía que, tras la arremetida anti indígena y de despojo de las tierras comunales por parte del señor Melgarejo -Santo de Tarata, esto es Bolivia, nunca te olvides-, en los archivos históricos, en la hacienda Huacallani, que así se llamaba por el río que está a su vera, afluente del Choqueyapu, del Amazonas y de la historia de Baztan y de Ursúa y siempre, como siempre, vuelta a empezar, y que incluía a todo esa montaña por donde caminamos, en esos registros que indagó la historiadora, sólo figuraba un tributario, un solitario indio, que pagaba sus gabelas a un estado larvario pero que vivía de ese sudor y de esa sangre. Lo más increíble de todo es que, esos años, cuando caminamos, te señalé una casa y te conté que allí vivía el Elías, el también único morador de la montaña, la ex hacienda: era una historia especular, cíclica, intrigante.

La cosa fue que te mostré unas ruinas de lo que había sido la hacienda Huacallani y luego empezamos a bajar, el sol hachando como sucede en los Andes. Y aquí viene la parte de la magia del relato, la magia de esa caminata, la magia de la vida que se vive dispuesto a vivirla. Esto sí me acuerdo y me lo acuerdo como si fuera hoy mismo que lo escribo -para no olvidármelo jamás de los jamases: en saliendo, caminando por un caminejo que sigue el curso de la quebrada, ¿quién apareció caminando hacia nosotros? ¿te recuerdas, Miguel? Yo sí: ¡era el Elías! ¡el mismísimo Elías!

Te diré -y este escrito ha devenido en una epístola, y ahora que lo anoto, recuerdo; te escribía cartas, cartas australes, sobre todo, donde hablaba de la Tierra del Fuego, de Punta Arenas, de esos andares-, te diré, decía, de esa vez, lo he vuelto a ver al Elías algunas veces más y hablamos, él desde su aymara profundo, yo desde lo que compartimos, pero, tras todos los cataclismos que han pasado -en mi vida, en Bolivia y en el mundo desde el 2019-, no tengo noticias del Elías. 

El otro día, bajando de otra montaña, vi como un tractor estaba limpiando los terrenos del Zenobio. Me estremecí: ya había visto como su depósito de herramientas había desaparecido. El Zenobio, no acordábamos con los comunarios que lo conocían portaba entre 82 y 92 años. La visión de la máquina trabajando, envió un mensaje indudable a mi corazón: el Zenobio Choque se murió, ya partió, sólo quedarán estas palabras para recordarlo. Un campesino, un as, un ejemplo.

* * *

Te recuerdo, Miguel. Y te recuerdo bien. Pero me pregunto, y te pregunto, hermano: ¿qué será del Elías? Yo no me animo a volver por su casa, con tanta muerte que cargo encima, yo no me animo a volver a ver si está o no está el Elías, allí solo como estaba. No quiero saber, y no me atrevo, porque el Elías no era solamente el Elías, era una cuestión de fe, de fe en los Andes, las piedras, las montañas, el hombre que las araña y las nutre, las montañas que lo vuelven hombre y pleno y le dan vida: el ajayu de los Andes, el ajayu del Elías, nuestro ajayu, el horizonte y la fragua. Y ukamau, lo que tenga que ser, que así sea. 

Pablo Cingolani

Antaqawa, 19 de octubre de 2022

Paisaje

Nido de ametralladoras y viñas (Baztango Xurie), en los alrededores de Arizkun. No son raros en la zona, hay un poco por todas partes, búnkeres y restos de acuartelamientos. Iban a pararles los pies a los nazis o a los aliados o a qué se yo. Los hicieron los Batallones de Trabajadores, es decir, presos republicanos en régimen de esclavitud.

Derivas históricas (Robert Louis Stevenson)

Querido tío Jim, este jardín
Donde ahora paseas fumando tu pipa
¿Cuántas gestas inmortales
Y valientes batallas, ganadas y perdidas, no ha visto?
*

Sobre el poema de Stevenson, «Historical Associations» caí hace unos días al hilo de otras búsquedas, pero solo hace un rato he podido sacar esas fotografías desde una ventana de casa.

A lo lejos –entre los árboles por donde tiene un dormidero una nutrida colonia de milanos–, se ven los restos del castillo de Amaiur, el último bastión de la defensa de la independencia del reino de Navarra, sometido a asedio, entre el 13 y el 19 de julio de 1522, hace ahora 500 años. Más cerca se ve una de las torres de los Ursua (en la que dicen que nació Pedro, el marañón de El Dorado, asesinado por Lope de Aguirre en Barquisimeto). Los Ursua eran beaumonteses que participaron en el asedió de Amaiur y se llevaron como trofeo una puerta que está en Jauregizarrea, de Arraiotz, con impactos de proyectiles. La torre de Ursua tiene restos de fortificación. También a lo lejos, cuadrada, sobre el pueblo de Azpilkueta, se ve la «torre nueva» (a la vieja le dieron fuego) de los Jaso oJassu, que participaron en la defensa del castillo de Amaiur: sobrevivió y fue hecho prisionero Miguel de Jaso y Azpilikueta, señor de Javier, hermano mayor del jesuita Franzes (Francisco) de Jaso y Azpilkueta, que murió en 1552, muy lejos de donde nació, en la isla china de Shangchuan, y que, como santo, es patrón de Navarra…

Entre montes y bosques, y no muy lejos, batallas de la Primera Guerra Carlista y de la Tercera, guerra de la Convención, francesada, desertores en fuga de la Primera Guerra Mundial, nacionalistas vascos y republicanos españoles camino del exilio, esclavos del franquismo (Batallones de trabajadores) que escapaban a Francia día tras día, enrolados algunos a la fuerza en los parachutistas de Toulouse, judíos escapados de la persecución nazi y fugados del campo de concentración de Gurs de varias nacionalidades, aviadores aliados caídos en suelo francés y puestos a salvo por redes de contrabandistas…

Deberíamos caminar de puntillas,
Y yo, como vigía, iré delante,
Porque este es aquel encantado territorio
Donde todo el que vaga cae hechizado

* Traducción de José María Álvarez.

Recogiendo velas

Por fortuna estamos teniendo unos días muy luminosos y eso que, por las tardes, de la parte francesa entran unos nubarrones espesos que el puerto de Otsondo detiene, acompañados de un viento helado que ese, en cambio, pasa. Hasta los milanos reales que han estado bailando al sol, reales se recogen. Toca recoger velas y hacer el bulto, y despedirse del paisaje con marcha de pompa y circunstancia. Ha habido que podar el sauce tortuoso para que coja forma informe, las hortensias y el viejo y poderoso manzano. Lo demás puede esperar. No nos habíamos dado cuenta de que ha pasado un año desde la última poda. A la vuelta seguiremos con los trabajos. Ahora mismo, la tierra está helada y no he podido plantar lo que quería: bambús. Es igual, esos agarran hasta en sueños. De sueños ando escribiendo, en la estela de esa película gloriosa que es Días de campo, del chileno Raúl Ruiz: todas las novelas son sueños, dice don Federico, coleccionista y criador de fósforos, cuando le preguntan por cómo va la suya. De sueños y de funerales nacionales, y de muertos en extrañas circunstancias, que dice la prensa cuando toca.

Está en el aire…

Hace días que el otoño viene anunciándose en la espesura, de manera sutil sobre todo. De lejos se advierte un cambio en el color de las hayas, un matiz que va del verde al amarillo. Los viejos castaños son más rotundos y están cuajados de frutos. Hayas, sí, la madera que quemamos en nuestras casas, mal que le pese al hijo de la trampa y la tramoya (me acuerdo… y no sé si debiera), que de manera airada me dijo que era mentira. Sigo. El camino que hemos cogido esta mañana atraviesa un bosque de castaños supervivientes de una epidemia. Son colosales, como algunos robles también supervivientes de fuegos y talas. Por una razón u otra, estas últimas están siendo semanas sedentarias y no he salido apenas de casa. Mal asunto. Por mí lo digo. Los trabajos bien, pero no es eso. Esas horas de andar y de respirar y de mirar con detenimiento un tronco, un helecho que crece en un lugar improbable, el brezo en flor, de escuchar el correr del agua, no tienen precio… No es gran cosa, con eso hoy día no seduces ya a nadie –o casi… ahí están los conjurados–, qué le vamos a hacer, pero de tu bien vivir se trata, y de compartirlo.

La admirativa exclamación «¡Yo aquí que a gusto viviría!» es un clásico de los paseos rurales. Quienes lo dicen es más que posible que no aguantaran una semana en esas soledades. Una cosa es el mito Walden y otra la verdadera soledad, el apartamiento, que es duro, y más que paz provoca trabajos en los desvanes y mucho murciélago. La soledad y sus fantasmas. Una cosa es aborrecer el mundo en el que vivimos y sus formas de vida cotidiana, y otra pegar el portazo y largarse al bosque, sin pantallas y sin redes sociales en las que vivimos del todo atrapados. Una cosa es el emboscamiento del que habla Jünger y otra llevarlo por completo a la práctica: te dan caza enseguida, hagas o no de paco asilvestrado.

¡Pero qué bien, qué a gusto, qué paz!

«¡Pero qué bien, qué a gusto, qué paz!» Eso se oía hace mucho y eso me he dicho esta mañana cuando bajé a comprar el pan, de Saldías, porque el de todos los días se había acabado, que es que anda mucha gente, eso dicen, de lo que me alegro, por los negocios del pueblo lo digo. He hecho una risas con la Lupe y luego me encontrado con mi pariente, el artista (pintor, músico, poeta…), y me ha enseñado sus últimas adquisiciones de máscaras africanas… los cuadros de su exposición veraniega ya los había visto. Cada cual vive en su mundo, aunque lo hagamos en la misma calle. Hemos charloteado un rato y luego he subido la cuesta tan feliz que parecía que le había echado «cariño» al café de esta mañana… ¿Por qué no decirlo? Va para diez meses que vivo en un pueblo con una gente estupenda. Igual es que yo he sido más de pueblo que de ciudad. Madrid dejó de gustarme cuando dejó de ser un pueblón galdosiano y se convirtió en un parque temático y en un abrevadero de guiris de parranda. Para ciudad, por ejemplo, La Paz, Bolivia, que es un desdiós, en cuyo aluvión de gente, puro Choqueyapu criminal cuando está de crecida, me gusta desaparecer… Baztan, Bolivia, carajo (mi abuela argentina era muy de carajos), qué dichoso he sido y soy. Unamuno se preguntaba quién vive más su vida si el que vive en un pueblo o en una gran ciudad… Vete a a saber. Cada cual la suya. A cierta edad y si tienes trabajos pendientes que peligran, importa poco el lugar donde vives mientras puedas trabajar. Fray Antonio de Guevara, en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea, decía que para quien gustaba de la corte, irse al retiro de la aldea equivalía a empezar a cavar la fosa… No les diré, pero aquí sigo, sin ánimo alguno de moverme, aunque de cuando en cuando pegue un brinco para regresar por donde he venido. (Confesiones de un dromómano).

Vuelta de Gorostapolo

Esta tarde fuimos por el camino de Gorostapolo, aquí al lado, como quien dice, al fondo se veía el Auza, imponente y misterioso en sus luces según Pilar Rubio Remiro, y el caserío palaciego de Iñarbil, un barrio de Erratzu. No estoy para alardes de caminante, porque de subida no podía ni con las tabas, ni para ejercicios de recio y apretado discurrir a propósito del caminar, algo que está de moda (el discurrir, el caminar menos), tanto que se aplauden como iluminaciones poético-filosóficas auténticas sandeces. Ni me siento más libre ni más subversivo por poner un pie detrás de otro, con respirar y dejar volar lo que se me ocurre y de seguido olvido me basta… también pongo atención en lo que hago, pero no por nada japonés, sino para no darme un porrazo.

Me he acordado de los caranchos en las cercas de Magallanes, entre Punta Arenas y Puerto de Hambre, con un viento que te tumbaba.

 

¿Hay algo, verdad? Algo que no sabes muy bien cómo expresar o si hacer aquello que decía Paul Valéry (Cahiers), señalarlo en silencio con un gesto de la mano y pasar de largo, para no estropear el paisaje… Stevenson también era de esa opinión. Seamos furtivos en nuestra propia casa. Cuanto menos alborotes, mejor.

«Los poemas de marzo»

Si no me equivoco, ese era el título de un conjunto de poemas que escribió o iba a escribir, un personajes de Cornejas de Bucarest, novela, ficción autobiográfica de primera y burla de pamemas críticas y otras. Pero lo cierto es que me gustaría que hubiese poemas de marzo o en marzo, como hace unos pocos años, cuando vivía en Arraiotz. Quieres escribir poemas, pero no puedes, las ideas y las palabras son fugaces, demasiado. Querer no es poder, al menos en este caso. Me gustaría meter el silbido matutino del mirlo en un verso o las fantasmagorías del bosque, pero no soy Georg Trakl y de la lluvia y su calma ya escribió Jorge Teillier.  Se fue febrero con sus carnavales, los lilos, los narcisos, la soulangiana, las peonías y el muguet andan brotando, y la camelia ya hace un par de semanas que empezó a echar flores. Un mes de trabajos para darle cara al jardín, y lo que falta… Comme le temps passe. Una obviedad de la que es difícil sacar nada, aunque te acompañe Frescobaldi: poemas de gabinete, poemas de caminante. ¿Y poemas de revuelta? Ganas no faltan ahora mismo. Octavio Paz advertía contra ese prurito y su mal envejecimiento a nada que estén demasiado atados a los hechos concretos que los provocan.

 

Brasillach

Comme le temps passe…  de pronto recuerdo que es el título de una novela, de amor y de guerra (PGM), del notable escritor Robert Brasillach, fusilado a la Liberación por activo colaboracionista con la Ocupación y por traición, pese a todas las peticiones de clemencia que tuvo, incluida la de Albert Camus. Lo leía hace años, más por ser un personaje de la novela negra del tiempo, que por su esteticismo y sus ideas políticas que me parecen repugnantes, incluidos sus elogios al golpismo franquista: Les Cadets de l’Alcazar. Odioso antisemitismo del periódico Je suis par tout… Una obra sólida, importante, de creación y erudición la suya (Virgilio), que su activismo político antisemita y las consecuencias que para él tuvo, ocultan. En Gilbert Arragon (de la Petite Bayonne entonces) se me escapó una muy maltrecha edición de esa novela, pero con una mención manuscrita que daba cuenta de que  esa mañana habían pasado por las armas a Brasillach. Vivir entre reliquias, mal asunto; es tanto como vivir en lo perdido. Y lo leído allí queda, como una rara bruma, engañosa. Pensaba que casi todo podía leerse con frialdad y distancia, por encima de las ideas venenosas, como si no fueran contigo, pero ahora mismo esas ideas regresan alimentando políticas sociales algo más que autoritarias. Estaba equivocado.

 

Gorramendi y Bozate

Gorramendi y Bozate, y el ventarrón que no para. Tres meses ya a su vista y a saber hasta cuándo; pero como convine con una vecina: «como para quejarse». De nada. Es una forma de sobrevivencia, que dicen allá lejos, donde vete a saber cuándo podré regresar. La monja dicharachera que saca a diario la basura del monasterio y se queda admirada del paisaje que ve desde la infancia, es de la misma opinión. Ni somos los mismos de antes ni lo vamos a ser cuando esto termine. El antes se esfumó. No hace falta ser Gil de Biedma para sostenerlo ni escuchar alguna canción francesa de las que enardecieron nuestros veinte años. La nueva normalidad era un barullo oscuro. Pasó el tiempo de los filósofos y sus augurios, pasó el de que íbamos a salir mejores que la calamidad nos iba a hacer más humanos… causa sonrojo acordarse e ira asistir por fuerza al alarde de mala fe de algunos gobernantes con poder sobre algunos millones de ciudadanos.

El espectáculo de la naturaleza

El país como paisaje, desprovisto de paisanaje o reducido este a figuras folklóricas de la ópera feliz que te estás contando de manera rutinaria y preceptiva, porque esa admiración que sientes, ese arrobo vienen en el guión de La Naturaleza, El Campo y sus parientes. Del corazón del bosque, ni palabra, de ese, de sus rumores, sus ruidos, sus oscuridades, huyes… Lo tuyo es El Espectáculo de la Naturaleza (sin cuidados). La incomodidad manifiesta de los figurantes del cuadrito de costumbres ni la ves, porque todo lo que te estropea el paisaje, lo borras.

Lo tuyo es el Espectaculo de la naturaleza, ó Conversaciones a cerca de las particularidades de la historia natural, del abate Pluche, es decir, el naturalista en casa.

En la imagen, Gorramendi ayer, al atardecer.