Escenas matritenses 1

En Madrid, después de dejar las nieblas y el emocionante otoño de Baztan a la espalda. Bajo al chino de la manzana, en penumbra como siempre y los encuentro más malhumorados y hoscos que de ordinario. Nos conocemos desde hace años, incluso una vez nos saludamos cuando nos cruzamos por la calle, pero no hablan una palabra de castellano, al margen de hacer las cuentas a velocidad electrónica. Hoy la china estaba de una particular mala hostia, digamos que mordía, mientras yo veía al chino a lo suyo, sentado en un sillón de oficina, frente a una pantalla de ordenador a la que no le escatimaba la sonrisa. Me ha picado la curiosidad y metiéndome entre las estanterías me he asomado a lo que estaba haciendo: jugando al poker electrónico, a pasta supongo. Igual la china estaba que mordía por eso. No han debido apreciar mucho mis risas. Y luego me he acordado de los casinos de Usera y los tugurios de juego.

Vanitas al paso (madrileña)

No frecuento mucho ese barrio, entre Chamberí y Argüelles, con edificios antiguos y otros, a partir de los cincuenta, de arquitectura basura, diseñada como sin ganas para construir y vender a la carrera, pequeños comercios sobrevivientes, enseñas de diseño que merecen el rescate, mucha persiana echada para siempre, mucha terracita, es decir, mucha libertad, hurgabasuras gitanos rumanos, broncas juveniles y borrachonas con aparición aparatosa de la madera… Ese escaparate de un chamarilero que ofrece mucho libro de derribo es para mí una vánitas, me atrae y me asusta, el chirrión, los libros a pedo burra, el aliviadero de bibliotecas enteras, tantas que cunde el cartel de «No compro más libros», y pienso en los míos y la cantidad de pacotilla y menudencias que he acumulado al paso como piezas de caza menor, de arqueólogo de su propia vida, de urraca de basurales… un rompecabezas que si hoy tiene algún sentido (Viaje alrededor de mi cuarto), mañana lo va a perder de golpe… Montar un Museo de lnocencia, como el de Orhan Pamuk, en Estambul, no está al alcance de cualquiera.

Almudena Grandes

ALMUDENA GRANDES.- Tras su fallecimiento, esta semana pasada, ha quedado claro que a la derecha no le gustaba ni le gusta Almudena Grandes, ni como escritora ni como ciudadana activa, que participaba en esos actos que quisieran ver prohibidos y reprimidos. Cuestión de gustos, está claro; pero me temo que esa derecha que ha despreciado a la escritora fallecida, negándole un homenaje merecido, no tiene un narrador como ella, aunque sí tenga, muchos y variopintos, escritores de cámara que dan alas al cochambroso discurso reaccionario que se encarama como puede al poder, día a día, ante una atroz impotencia ciudadana. Mucho compromiso político el de Almudena Grandes y mucho éxito de público lector como escritora, en el ámbito de la lengua castellana y fuera de él. Eso se perdona difícilmente. Le rodeaba, ya en vida, una curiosa aura de fervor social y literario, ya estuviera en la Rotonda del Palace (si es que estuvo) o en la Tapia de la Almudena, donde se fusiló a placer durante años, y donde sí que estuvo dando la cara por los perdedores. Era alguien de quien se esperaba mucho y que no decepcionaba ni en lo público ni en lo literario. Insisto, eso se perdona mal, se toma como una agresión.

Por cierto, su calidad humana y su no enmascarar su compromiso político para navegar con ventaja en sociedad, cautivó a la derecha boliviana más conservadora cuando viajó al país andino junto a su marido. Qué cosas… Hace cuatro años, me hablaron maravillas de ella en un almuerzo en el club más exclusivo de La Paz, el Círculo de la Unión. Hay calidad humana o no la hay, hay calidad literaria o no la hay, cicatear esos valores cuando son del dominio público, es de miserables, más cuando esa literatura está inseparablemente unida a Madrid y a esos madrileños que  ni tuvieron ni tienen la suerte de vivir en el barrio de Salamanca (como emblema de clase e ideología), donde han acabado los ricachones hispanoamericanos, y no solo ellos, enamorados de sí mismos, a juzgar por los sonrojantes artículos que publican en propio alabo y de una España y un Madrid donde pueden hacer lo que les viene en gana… porque para eso pagan, en moneda fuerte. Es lógico pues que declararla hija predilecta a la misma altura que Julio Iglesias no encaje en esa ciudad de rastacueros y dar su nombre  a una biblioteca pública, para qué, si lo mejor sería cerrarlas todas.

Madrid, ciudad gentrificada y hecha racimo de guetos para vidas duras y en condiciones poco confortables que atentan contra la más elemental dignidad, al tiempo que se saquean los servicios públicos y se deja a una parte importante de la ciudadanía en la indefensión. Lo sabía muy bien Almudena Grandes y lo escribía, y molestaba que hablara de que el famoso faro de todas las Españas era filfa y que hay otro Madrid, casi por completo oscurecido por el que venden como paradigma de libertades y que, a poco que mires, es obsceno y deprimente, en el que «regentea hoy la canalla»… por parafrasear al poeta Luis Cernuda, que tanto les gusta citar de cuando en cuando, sin saber que escribió contra ellos, a pesar de ellos, desde el exilio.

Con todo, con  ese desplante, qué demostración más nítida de lo que es el propósito de un vivir sectario, en enemigo, qué falta de ganas de convivencia real, que no sea entre vencedores y vencidos, a no ser que formes en sus filas, en sus procesiones, en sus desfiles o en sus manifestaciones de gente potencialmente armada contra el gobierno,  algo inaudito esto último, qué miseria, qué retroceso a los años más siniestros del franquismo del que esta canalla (Cernuda insisto) procede como hijos aventajados.

El desplante ideológico y de clase  padecido por Almudena Grandes retrata a esa derecha que hoy gobierna una ciudad y una comunidad, y aspira a hacerlo con mano dura un país entero, mejor no olvidar esto último; y define bien lo que se puede esperar de ellos a poco que se hagan con un poder decisorio en materia de cultura, lenguas, medios de comunicación, arte: nada, a no ser que escribas y crees a su contento y dictado, esto es, nada que no sea propaganda.

*** Artículo publicado en Diario de Noticias, de Navarra, y en otros periódicos del Grupo Noticias, el 5-XII-2021

OTROSI DIGO: no nos vimos jamás y con su viudo solo estuve en una ocasión, en Granada, hacia 1985, tomando algún refresco. Eran y son, para mí, gente de otro mundo.

Caza de citas: Ramón sobre Quevedo

Quevedo en su torre maltrecha (calavera de torre) de Juan Abad, señorío inútil como no fuera para retirarse, rumiar y aguzar el aguijón de su ingenio: «Todo es preparación para el viaje de vuelta cuando en la noche de Madrid descubra otra vez las cucarachas»

Y más adelante:

«Cuando llegaba a la corte era un compañero alegre de vivir esa solidaridad que han inventado los hombres para creerse libres del enterramiento en la tierra, que es la idea que viene del campo como una polvareda».

Caza de citas: Umbral en «Travesía de Madrid»

«La libertad. Era la pérdida de la libertad. Madrid ya no es una alegre travesía que puede hacerse de cualquier forma y a cualquier hora. Madrid tiene ahora mil ojos que te vigilan».


Umbral sí, en Travesía de Madrid, la novela de un macarra, pero también la novela de Madrid casi recién descubierto (para él). Junio de 1965 y «mil ojos te vigilan». Ha pasado más de medio siglo y la vigilancia es un negocio, como la libertad, y una estafa. La libertad, gran tema, mejor asunto. No hay quien no renuncie a no dispensarla, promocionarla, falsearla, administrarla como porra en mano, asegurarla con matones de negocio boyante –Morenés, ricachón, sabía mucho de estas ciénagas– o con refinadas técnicas de vigilancia, rojigualdearla… Libertad vigilada la nuestra, condicional, alegre, confiada

Con Madrid a vueltas

Madrid eterno (del XVII para acá), Francisco Umbral en la primera línea de Travesía de Madrid (1966): «Al taxista le entregué una moneda de diez duros y me dio la vuelta de cinco». Hace años, muchos, en el Sol, de Jardines (a cuyo dueño conocí en un manicomio), un argentino me quiso estafar haciéndose pasar por policía (el conocido timo del «pasma ful»)… Los demás tropiezos con camareros, taxistas más o menos piratas, furtivos incluso, porteros, cerrajeros (internéticos), hospederos, matones uniformados, chulos poligoneros son propios de ese eterno juego entre un tonto y un sinvergüenza. Hau saltsa!, dicen en el Valle, pero sí, eso forma parte de la Gran Parada circense, de la fauna urbana.

Travesía de Madrid, Fantasía Borbónica… hace falta ser muy obtuso (esa dramática falta de comprensión lectora que cunde) para no poder apreciar que en esas y otras novelas/memorias de Umbral, además de follar, hay MADRID, que en el fondo es el asunto de Umbral: la ciudad, su callejero, barrios, guetos, su fauna, su paisaje, su clima, sus olores,

Arquitectura del XIX, escachada con diseños del XX pretencioso y diseñador (reflexión al pie de las Torres Colón en obras): «Edificios que son como un puñetazo en la mesa», escribe Rafael Chirbes en sus diarios. Hablando de la Gran Vía, Ramón Gómez de la Serna calificó su arquitectura de «cataclismática».

Umbral, sigo (caza de citas)

«Se dice que lo autobiográfico solo da para cuarenta folios, pero lo que hay que conseguir es que dé para cuarenta mil» (Umbral en Retrato de un joven malvado)… Años que la había perdido de vista, a la cita exacta, claro. De joven la secundé con entusiasmo, cuando no me atrevía a hablar de mí mismo, ni de nada, si vamos a eso. Lo que sucede es que un día te aburres de tus cuarenta o de tus cuarenta mil páginas, y empiezas a escribir del que no eres, no fuiste y no serás por mucho que te empeñes, y sobre todo de lo visto, hecho diablo cojuelo que prefiere ver que ser visto y de lo que ni ves ni recuerdas y es invención pura.

Por cierto, qué casposo, que repugnante es ese Madrid descrito por Umbral, el ya del todo invisible de hace más de medio siglo, trampantojo puntillista ante el que el escrito aparece como un hombre a una bragueta pegado, que cansa, que deja perplejo, como si fuera un carnavalesco pene con patas que quisiera decirnos que así como Solana dejó dicho que la única e ineludible verdad era la fuesa, en su caso era el sexo, la cacería, el derribo… La moda, ya se sabe, el público, la clientela. Es posible que hoy no le hubiesen publicado.

¡Pero qué bien, qué a gusto, qué paz!

«¡Pero qué bien, qué a gusto, qué paz!» Eso se oía hace mucho y eso me he dicho esta mañana cuando bajé a comprar el pan, de Saldías, porque el de todos los días se había acabado, que es que anda mucha gente, eso dicen, de lo que me alegro, por los negocios del pueblo lo digo. He hecho una risas con la Lupe y luego me encontrado con mi pariente, el artista (pintor, músico, poeta…), y me ha enseñado sus últimas adquisiciones de máscaras africanas… los cuadros de su exposición veraniega ya los había visto. Cada cual vive en su mundo, aunque lo hagamos en la misma calle. Hemos charloteado un rato y luego he subido la cuesta tan feliz que parecía que le había echado «cariño» al café de esta mañana… ¿Por qué no decirlo? Va para diez meses que vivo en un pueblo con una gente estupenda. Igual es que yo he sido más de pueblo que de ciudad. Madrid dejó de gustarme cuando dejó de ser un pueblón galdosiano y se convirtió en un parque temático y en un abrevadero de guiris de parranda. Para ciudad, por ejemplo, La Paz, Bolivia, que es un desdiós, en cuyo aluvión de gente, puro Choqueyapu criminal cuando está de crecida, me gusta desaparecer… Baztan, Bolivia, carajo (mi abuela argentina era muy de carajos), qué dichoso he sido y soy. Unamuno se preguntaba quién vive más su vida si el que vive en un pueblo o en una gran ciudad… Vete a a saber. Cada cual la suya. A cierta edad y si tienes trabajos pendientes que peligran, importa poco el lugar donde vives mientras puedas trabajar. Fray Antonio de Guevara, en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea, decía que para quien gustaba de la corte, irse al retiro de la aldea equivalía a empezar a cavar la fosa… No les diré, pero aquí sigo, sin ánimo alguno de moverme, aunque de cuando en cuando pegue un brinco para regresar por donde he venido. (Confesiones de un dromómano).

«La navaja de escribir»

1405955793_902633_1405956563_noticia_grande«La navaja de escribir…» Algo así me dijo Rafael Chirbes la primera vez que hablamos: hay clases sociales (y no solo en Madrid) en las que solo se puede entrar a punta de navaja. La navaja, ni siquiera el bisturí, eso lo dice todo.

Ramón, «psicólogo de las cosas» que vivía cerca «del manicomio de los libros viejos», en un escenario abigarrado, no muy higiénico, en opinión de reyes, mezcla de todo lo habido y por haber, de lo muerto y dejado de lado, de lo recogido en el arroyo del Rastro y de lo llegado de muy lejos: las casas de los muertos, los carros de los traperos…

«Ramón: Hijo de tu pueblo, golfo intelectual de la villa y corte: bajo la gorra sospechosa de tu ironía, te veo escabullirte, saltando sobre el «Carolus» de la calle empedrada, con la navaja de escribir en la mano. Solo tú sabes por dónde se está desangrando, gota a gota, el corazón de Madrid».

Alfonso Reyes, enero de 1918, casi en la época en que lo retrata Diego Rivera en compañía de sus libros mayores.

RamónGómezdelaSerna