Los años

Un cantante, y poeta sobre todo, cuyo nombre no viene al caso, decía en uno de sus recitativos vitriólicos que los años y los recuerdos con ellos, se apilan como platos sucios en el fregadero y que eso tiene mal arreglo. 

La imagen me gusta, porque aunque haya lavavajillas y cada cual es muy suyo de hacer lo que le convenga en su propia casa, me queda claro que hay años sucios y años felices, años inolvidables y años que la memoria prefiere, por higiene, relegar a un olvido interesado a poco que te asomes a ellos, y que todos se apilan y acaban aplastando, sin que puedas renunciar a su irregular torre. Hay noches de pereza y mañanas tristes y heladas en las que la cocina parece el paisaje después de una batalla. A eso voy, a la batalla.

         Me pregunto qué va a quedar de todo esto que estamos viviendo por sorpresa desde hace más de tres años. Ni la enfermedad ni la guerra a la puerta de casa estaban previstas. Sí, las pestes, las guerras estaban por ahí, pero lejos, a modo casi de espectáculo. Bastaba con darle al mando a distancia para que dejaras de ver el apocalipsis de bolsillo. 

Los años no pasan en balde… Eso se dice mucho, en plan senequista de culo aposentado en poyo de piedra, al sol, frente a los campos en barbecho o llecos, como si esa perogrullada supusiera algún consuelo. Pero es cierto, no pasan en balde, para nadie, ni en ningún negocio.    

         El viernes compré un pan muy rico, pero sé que no podré repetir porque el panadero echa el cierre a su barraca: la cuenta de los hornos eléctricos le hunde. ¿Y como él, cuántos, panaderos o no? 

Estamos viviendo una época sobrecogedora por mucho que haya quien se las dé de romano de cuento en Pompeya y siga la farra mientras el Vesubio escupe lava a todo escupir sabiendo que les va a aplastar. Los acontecimientos se precipitan y pueden aplastarnos. Esa es una certeza que hace unos años, pocos, era fantasía pura. 

         La pandemia nos enseñó que podíamos ser víctimas de unos criminales con mando en plaza si teníamos la mala suerte de caer en una residencia de ancianos como las de Madrid y fallecer en condiciones infrahumanas; crímenes por los que nadie va a pagar porque no le interesa a la alta política, con la ayuda de sus togas de cabecera, que nadie pague. Lamentable. Esto no estaba previsto, por mucho que (hace años siempre) nos recitáramos aquello del no volveré a ser joven y del verdadero argumento de la obra que escribía, de muy joven, Jaime Gil de Biedma, primo de la golfa que el juez acaba de exculpar por el asunto de la financiación delictiva del PP: Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra. Esto era para otro momento, para más adelante siempre.

«A mí que me den unas pastillas», me decía un amigo cuando hablábamos del verdadero argumento de la obra y de esos años que parecían no pasar. No le dieron las pastillas o no las que él quería, y hace tiempo que se fue. Abundan los testimonios de ancianos fallecidos en Madrid, encerrados en sus habitaciones hasta que se les fue la vida, sin pastillas de ninguna clase porque hasta la morfina se fue por otros derroteros. Pero sobran los testimonios porque al parecer la fiscalía no quiere escucharlos, tenerlos en cuenta y actuar en consecuencia. 

Nada de todo esto estaba previsto en los años más o menos felices, o así vividos a pesar de todo, los años de la esperanza, esa que no hay que perder, se dice también mucho en este carasol del invierno, frente a la paramera: es lo último que se pierde.  Esperanza e ilusión en un cambio social y político, como aquel que parecía venir hace más de diez años y que está cada día más lejos, y no precisamente hacia el futuro. Ya no eres apocalíptico, ni tremendista, ya el horror entra a diario en tu casa sin llamar a la puerta y sin preguntar si te gusta o no, y los años es como si no hubiesen existido jamás.  El que fuiste y esperaba queda lejos, y al que teme por el presente, lo tienes delante.

*** Artículo publicado en Diario de Noticias, de Navarra, el 16-X-2022, y en otros periódicos del Grupo Noticias.

La otra guerra

Se veía de lejos: la pandemia estaba siendo un negocio de incalculables proporciones en manos de unos mafiosos de alcurnia y mucha patria rojigualda, ligados a los cargos electos de la derecha. Es decir, el dolor de millones engordaba las cuentas corrientes y las urnas de unos pocos. No van a dimitir y es muy dudoso que sean condenados en firme en tiempo hábil. La guerra es un capote de primera para toda suerte de canalladas institucionales o parainstitucionales, como es el caso: las cloacas donde bullen intermediarios, logreros, parientes, amigos, parapolicías, auténtica gentuza… Era la selva, dice Almeida y con él sus secuaces, para excusarse de su falta de escrúpulos y de sus alegre mirar para otra parte. No, no era, es la selva y no solo ellos forman parte de ella, sino que la cultivan con esmero y la hacen día a día más espesa, intrincada, cerrada, una mina.

En Madrid estaban muriendo miles de personas en condiciones inhumanas, que la fiscalía se ha negado a investigar, mientras a costa del virus se hacían negocios fabulosos, y no solo del virus, sino hasta de las inclemencias del tiempo y sus tormentas, como sucedió con la  Filomena.

La Filomena ha destapado una desvergüenza ligada a la Comunidad de Madrid que resulta asombrosa: se contratan máquinas desguazadas hace décadas, lo que prueba la existencia de un mercado subterráneo por completo delictivo (nada nuevo) y se contratan tractores que tienen el don de la ubicuidad porque están activos en dos sitios a la vez: una especie de San Martín de Porres en forma de tractor. Y no pasa nada. Bailan millones que van a parar a bolsillos de parientes, amigos y demás interesados. Millones que se han escatimado a la sanidad publica, esto es, al bien público. Y la Ayuso y el Almeida tan ternes, como si no fuera con ellos, hele, hele… la verdad es que desvergüenza no les falta.

A ver cuánto tiempo tarda en desinflarse esta solemne canallada de los patriotas rojigualdos que, durante la pandemia,  querían echar una mano… al cajón está claro, y la echaron y se forraron… y ahora dice el noble mangante que es culpa de la izquierda el haber sido descubiertos. Canallas.

Con razón «pasaba» la Ayuso de los muertos en las residencias, pues no era poca la basura que tenía y tiene a sus espaldas. Le convenía que, como de costumbre, lo cometido y sucedido se fuera olvidando; pero no ha sido así, aunque no haya tenido las consecuencias penales que requiere el caso. Debería estar en prisión, pero anda dando conferencias. La guerra, ya se sabe. Lo importante es la guerra y si falla, la ETA.

Es de no creer… No, qué va, es de mucho creer porque lo ahora descubierto es de una absoluta coherencia con un clima de impunidad y saqueo a la sombra de las instituciones o de sus arcas que viene de lejos. La trampa y la doble moral son una cultura que con los sucesivos gobiernos de la democracia postfranquista no ha hecho sino fortalecerse.

La guerra, mucho más que ruso-ucraniana, será un capote de canalladas en los escenarios habituales de ese cenagoso país ayusoalmeido, no lo dudo, pero no lo enjuaga todo, ni en ese extraño país-furúnculo que bautizan como faro de las Españas ni en otros escenarios.

Por ejemplo, por mucho ruido que haya, la poco decorosa actitud del Gobierno español con el periodista Pablo González, encarcelado de manera canallesca por Polonia, no consigue pasar del todo inadvertida. Estaban mal informados cuando vomitaron cieno en sede parlamentaria o mintieron a sabiendas, algo que podía ser grave en otros países, donde los políticos dimiten por un café mal pagado, pero no aquí, donde es costumbre inveterada y donde la mentira se eleva a verdad revelada gracias a los aplausos del tendido.

La guerra, la guerra, esto también es la guerra, de las grandes catástrofes ya se ocupan los medios hora a hora, las que parecen daños colaterales, también cuentan.

El periodista Pablo González se encuentra en una situación de verdad comprometida en manos de un país, Polonia, que estuvo amenazado de expulsión de la UE, y no vemos que reciba la ayuda que necesita ni jurídica ni institucional ni afectiva por mucha palabrería diplomática que pongan en el menú.

*** Artículo publicado en el Diario de Noticias, de Navarra, y en otros periódicos delGrupo Noticias, el 10-IV-2022

Galgos y podencos

 La decisión del Tribunal Constitucional de declarar inconstitucional el estado de alarma dictado hace unos meses  por el Gobierno, me recuerda la célebre fábula de Tomás de Iriarte, esa que pone en escena dos conejos que ante la amenaza de ser atrapados por perros que se les echan encima discuten si los que vienen son galgos o podencos, hasta que la llegada de los canes que les dan caza pone fin a la discusión.

Bien, bien, pongamos que no fueran galgos sino podencos los que nos han tocado en suerte, pero los muertos, los miedos, los enfermos, los que viven con secuelas que no se pasan, las carencias sanitarias, las órdenes criminales dadas contra los ancianos recluidos en residencias madrileñas, que es lo que de verdad importa, son las mismas con alarmas o con excepciones. ¿O es que importa más la virguería jurídica, redactada con la preceptiva confusión, que supongo además adornada de latinajos y autoridades del Fuero Juzgo para arriba?

 Me dirán que los jueces están a otras. Convengo, por mí que no quede. Pero a mí no me tranquiliza mucho saberlo y saber que en lugar del de alarma debería haberse declarado el estado de excepción porque mi miedo a la enfermedad, con o sin vacuna, sigue siendo el mismo. Estoy seguro de que si hubiese sido al revés, la bronca habría sido la misma. La pandemia está en el aire, recrudecida, sin alarma y con poca excepción, con jueces a los que no les gusta el toque de queda porque se ve que saben de epidemias un rato.

Hay ocasiones en que los juristas, en el uso excesivo del papel de fumar con el que cogen con delicadeza los hechos más delicados, resultan poco menos que asociales. No se trata de investigar las 8.000 muertes de ancianos, gracias en parte a ordenes criminales sino de hacer virguerías trentinas con el sentido de las leyes y ver si de ese modo se socava al gobierno y se coadyuva en la tarea de tumbarlo. Los muertos pueden esperar y los enfermos que van a diario en cascada a los centros de salud y acaban en las UCI amenazadas otra vez de colapso, también. A estos últimos les debe confortar mucho saber si lo suyo es constitucional o no. ¡Qué alivio! Las ordenes criminales del código penal fuera, las abstracciones del tribunal constitucional a la palestra. Resultan un buen encubrimiento de problemas de más hondo calado.

El país puede irse a la mierda, pero, zambomba, menudos magistrados tiene, gobernándolo con el código hecho repetidora en la mano, vigilando que no haya cambios de rumbo en el viaje que conduce a estrellarse contra la piedra imán, como Sinbad el Marino. Porque ese parece ser el proyecto político.  De hecho, ya da un poco igual que haya elecciones de partidos pudiendo hacerlas de magistrados (Aitor Esteban en una de sus intervenciones de lujo), e incluso tirar a suertes los puestos.

         ¡Libertad, libertad… con sed! y de paso ¡Que le quiten el tapón al botellón, al botellón!, por mucho que lo persigan. Hay sed en el aire. Mucha, pero no de justicia, o no en la misma cantidad. Porque vamos a ver, me repito ¿Se van a investigar por parte de los jueces con la misma celeridad las muertes de los ancianos o no? ¿O la demora y las quisicosas son un capote a la derecha que teme verse alcanzada de lleno por esa investigación como autora de delitos graves?

Nos encontrábamos y nos encontramos ante una pandemia desconocida frente al la que se ha actuado a base de aciertos, errores y palos de ciego porque no había otra forma. ¿O la hay? Porque si la hay y alguien posee el secreto, no estoy muy seguro de que lo comparta: es negocio.

Tal vez ese campeón de la mala fe que es el pepero Casado sepa algo, porque es una especie de imparable Don Nicanor tocando los… la moral, y lo mismo que te dice una cosa, te dice la otra, como Pazos (pero sin tanta gracia), el fabuloso gánster gallego de la película Airbag, el del conceto. Tenía razón el hombre, aquí se ve que lo que importa es el conceto, no los muertos, no la amenaza constante de una imparable pandemia, no el miedo o la inconsciencia asocial, pandémica también esta, no la privatización de la sanidad hecha negocio… Ay, amigos, el conceto, «a los hechos me repito».

*** Artículo publicado en los diarios del Grupo Noticias, el 18-VII-21