Casa de citas: R. L. Stevenson

Stevenson en su carta al joven artista para cuando se te ocurre dudar de lo que haces y su por qué, y sientes la tentación frívola a cierta edad, de desertar de aquello a lo que te has entregado, con buen y mal viento:

La ejecución de un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.

Vuelta de Gorostapolo

Esta tarde fuimos por el camino de Gorostapolo, aquí al lado, como quien dice, al fondo se veía el Auza, imponente y misterioso en sus luces según Pilar Rubio Remiro, y el caserío palaciego de Iñarbil, un barrio de Erratzu. No estoy para alardes de caminante, porque de subida no podía ni con las tabas, ni para ejercicios de recio y apretado discurrir a propósito del caminar, algo que está de moda (el discurrir, el caminar menos), tanto que se aplauden como iluminaciones poético-filosóficas auténticas sandeces. Ni me siento más libre ni más subversivo por poner un pie detrás de otro, con respirar y dejar volar lo que se me ocurre y de seguido olvido me basta… también pongo atención en lo que hago, pero no por nada japonés, sino para no darme un porrazo.

Me he acordado de los caranchos en las cercas de Magallanes, entre Punta Arenas y Puerto de Hambre, con un viento que te tumbaba.

 

¿Hay algo, verdad? Algo que no sabes muy bien cómo expresar o si hacer aquello que decía Paul Valéry (Cahiers), señalarlo en silencio con un gesto de la mano y pasar de largo, para no estropear el paisaje… Stevenson también era de esa opinión. Seamos furtivos en nuestra propia casa. Cuanto menos alborotes, mejor.

La fuerza de la resaca

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CANTABA hace muchos años José Larralde, a ritmo de milonga, que entre el matón y el cobarde sólo media la resaca. Yo no sé si Stevenson, que se interesó mucho en esta clase de resacas y de pugnas morales, quiso mostrar los devastadores efectos de ese torbellino en el que Marlowe aconsejaba a lord Jim que se arrojara de cabeza, pero lo cierto es que los acabados personajes de Bajamar parecen saber un rato largo de ese vaivén del coraje -y poco importa en qué dirección va- a la cobardía y al fracaso de los empeños arrebatados, y vuelta a empezar, de la desesperación a los atisbos de supervivencia que no conviene tomar por esperanza, hasta que la pasión se consuma.

         Bajamar ha sido ponderada como una de sus mejores novelas, comparada incluso, por lo que de estudio de la dualidad del alma humana tiene, a su magistral El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr Hyde  –Don Juan, qué gran libro de Otto Rank: es fundamental para estos asuntos–, como es desdeñada como una obra menor, entre otras cosas por estar escrita en parte en colaboración con su hijastro Lloyd Osbourne, y por un exceso de moralismo que sostienen su insólito final.

Stevenson comenzó a escribir Bajamar en 1889 cuando se hallaba instalado en Waikiki, después de que hubiesen dejado la goleta Casco, la que les llevó por las Pomotú. Lo hizo sobre unas páginas escritas por Lloyd Osbourne (los tres primeros capítulos) y la terminó a trancas y barrancas, con muchas dudas sobre su estilo -estaba buscando un estilo directo y desprovisto de retórica- y contenido, en los años finales de su instalación definitiva en Vailima, cuando escribía como un forzado.

         Bajamar es una historia de degradación y de ascesis, de vergüenza y dignidad, de vicios y de virtudes, de matices y oscuridades: es una historia de las zonas crepusculares de la conciencia ser humano. El mismo Stevenson la consideraba siniestra y sin embargo Bajamar está repleta de rasgos de humor, de frases irónicas y zumbonas, los rasgos del carácter de los personajes no son crueles, aunque ellos que encarnan tipos humanos comunes, puedan resultar repulsivos, de jugarretas del destino cuyo escueto relato resulta hilarante. Sus andanzas son siniestras, pero hay en Stevenson un ánimo cierto de comprensión del ser humano y de su compleja condición que pone viento de popa a las velas del relato.

La acción de esta novela de los mares del Sur está situada en Papeete, donde Stevenson se vio aquejado de una desidia y una fiebre parecida a la de sus personajes, en alta mar a bordo de la Farallone, una goleta con quilla estrecha de clípper no de velero a lo burro) y en un atolón que no figura en las cartas marinas -episodio que recuerda el del propio Stevenson con su goleta Equator cuando en julio de 1889 entra, por casualidad en el lago de Butaritari, la más septentrional de las Gilbert, e incluso cuando se tropieza con el coleccionista demente del rey Tembinok en Apemama, en septiembre del mismo año: de hecho la novela está repleta de detalles que corresponden  a cosas vistas y vividas por el autor en su viaje a Micronesia.

Por esos escenarios descritos con minucia y eficacia desfilan tres desdichados que han sido reiteradamente vencidos en ese combate diario y necesario contra la mala suerte, los errores y la propia conciencia, del que hablara Joseph Conrad, y se encuentran descorazonados, entregados a sus borrascas interiores, en el último peldaño de su ruina moral. Tres vagabundos de las islas (en expresión que también utilizarían Conrad y Somerset Maugham) que han sido arrastrados una y otra vez por la resaca de las pifias, el ánimo torcido de la vida hecha trampa, la cobardía y la desidia, pero en quienes aparecen de cuando en cuando unos destellos de culpa y rebelión, tan confusa como angustiada, contra su propio estado de miseria moral y material, y que van a dar a manos de un no menos siniestro y atractivo personaje, angel de la muerte y angel de salvación, poseído por la verdad y la fuerza de su clase social, su educación, su Winchester y su formidable puntería. Gentes que quieren escapar a su destino, salir del callejón sin salida en el que están metidos, pero a los que la codicia, la bobería y la propia condición, enturbia de manera seria el entendimiento (sin contar los repetidos golletazos al cargamento de botillería más o menos fina) y cuyos pasos erráticos trazan un cuadro intenso de desdicha. Historia compleja donde las haya, teñida de esa épica que hoy resulta tan sospechosa y de la que es mejor no hablar, pero que se resuelve de una manera harto rara, violenta, incluso para Stevenson: algo más que un golpe de efecto y algo menos que un final redondo para una novela. El escapar de la muerte y la venganza hecha justicia como acicates de una conversión de una mística dudosa, y la compleja ascesis del perdón (casi propias de una de las estupendas historias relatadas por el padre Rivadeneyra en su Flos Sanctorum) es un asunto peliagudo que me temo deje fríos a muchos lectores de este fin de siglo. Y además ese, el de la venganza hecha justicia alentada por la fuerza de la verdad y el poder del perdón, es una reflexión que queda en el aire, sugerida más que hecha materia de sermón, muy a la manera de Stevenson, ya señalada por su amigo Marcel Schowb: silencios que debe llenar el lector y que espolean su imaginación y su conciencia.

*** Reseña de  Bajamar, de R. L. Stevenson,  Ed. Valdemar, Madrid, 1999, Traducción de Inmaculada Matito, 165 págs. La publicaría sin duda en el Cultural de ABC, en la fecha de edición o como mucho al año siguiente, cuando mis colaboraciones literarias eran constantes, antes de que se estropearan de mala manera gracias a la entusiástica ayuda de unos y de otros.

Dr Jeckyll y Mr. Hyde (un extraño caso)

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Cubierta de la edición sueca del Dr Jekyll and Mr Hyde (1921), de  Robert Louis Stevenson.

Es uno de mis relatos favoritos de Stevenson. Como idea me parece sugerente y soberbia. Somo dos, como mínimo, y algunas personas llevan eso a sus últimas consecuencias. Chesterton hablaba de ello en su ensayo sobre Stevenson, pero concluía que, al final, solo enterraban a uno de ellos. Hay gente que dice tener muy claro quién es, aunque no sepamos nada de lo que le sucede a puerta cerrada o en sus desvelos. Otro no lo tienen tan claro, pero se cuidan mucho de decirlo no vayan a tomarlos por locos. En El pasaje de la luna, un juguete literario que escribí y publiqué en 1984 (en la editorial de Valentín Zapatero),  puse en escena, a mí modo, a dos personajes que estaban no ya inspirados, sino tejidos sobre los de Stevenson. Descansa mucho que los gatillazos, las chapuzas y todo lo que es inconfesable, lo protagonice otro. Detrás estaba un ensayo, Le Double, de Otto Rank,  que compré en Las pulgas de París, después de darme un porrazo con un toldo y caer redondo, pero esta es otra historia…

ESCOCIA 2008 122