

Las encontré esta mañana merodeando por el Marais. Me recordaron de inmediato a Mariano Baptista Gumucio, un amigo muy cercano de mis días bolivianos, a quien he perdido de vista y de leída –y a Beatriz y a José Manuel–. Mariano coleccionaba Giocondas a modo de divertimento decorativo. Las había por toda su casa de La Paz, en los rincones más insospechados. Tuvimos mucho trato. Algo pasó en mi último viaje de 2017 a propósito de la granuja que fungía de agregada cultural de la Embajada rojigualda, a la que no conocí, pero a la que le caí mal, vaya por Dios, lo suficiente para se dedicara al bonito deporte del zancadilleo junto con la directora de la sucia Casa de España, a la que lo bolivianos acuden como becerros a la mamadera; y algo habría pasado después, me temo, al tiempo del golpe boliviano de los golfos (el Murillo y la otra, la que está en la cárcel, aquella que enarbolaba la Biblia como una porra) cacareado por el panfleto de Inda y la policía política y la extrema derecha españolas con intención de reventar el resultado de la izquierda en las elecciones. Pena. Las cosas como son, yo ya no me apeo de lo vivido… El patrañeo en el relato de la propia vida es otra historia.
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