
A ratos tengo mis dudas de que esas páginas del obispo de Mondoñedo fray Antonio de Guevara, tan ponderado como gran fabulador burlesco por Álvaro Cunqueiro, que en mi ejemplar el tiempo ha convertido en hojas secas del otoño, no pasen de ser una curiosidad, una rareza, algo propio de una época invisible por mucha murga que se dé con los emboscamientos y los retiros. Desertar del ruido, dimitir del escalafón, dar el portazo… ¿por cuánto tiempo? Thoreau aguantó dos años en Walden –pasándose habitualmente, acicalado, por su pueblo para recoger los chismes del día y recibiendo uno detrás de otro a todos los peregrinos que se le acercaron–. ¿De qué aldea podemos hablar hoy? Lo ignoro. Leo de Jünger en Wilflingen, donde llevó una vida propia del hidalgo/Hoberau/Reiter estudioso que no le impidió recorrer el mundo empujado por sus cazas sutiles o sus curiosidades inagotables. Lector de místicos y viajero peregrino de misterios lejanos. No eres Jünger, no eres más que uno más en medio de un barullo fenomenal casi sin remedio y sin otra alternativa factible que la de sobrevivir sin encarnar papelones que te caen grandes… ¿La Aldea? No hagas ruido.
¿Y Cunqueiro? Sí, en su Aldea natal, retirado de la Corte de Madrid, por la fuerza, porque allí pasó algo que ignoro y que no hizo sino engrandecer su leyenda con episodios pícaros, y le empujó poco menos que a vivir durante unos años de matute en la rebotica de su familia en Mondoñedo (así contaban hace mil años); años de soledad y silencio, lo que le permitió crear una obra fabulosa.
¿Y la Aldea, Mondoñedo? Ah, sí, en su artículo «En Mondoñedo por San Lucas» (1950) escribe:
«Ahora tengo en los ojos toda la melancolía y en el oído todo el silencio de Mondoñedo. Sobre todo, el silencio, gozos y casi táctil, en el que mansamente decantan las horas. Impone una pausa a la vida. Aquí, aun en plenas ferias y fiestas, se puede uno a ver crecer el silencio: literalmente, a ver crecer la hierba. Ser connaiseur de silencios paréceme uno de los más altos grados de la sabiduría humana: el silencio es un producto de la cultura, como la soledad. Yo reputo a Mondoñedo como una escuela de silencio, tan ilustre como Verona».
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