Jaime Saenz

A Jaime Saenz me lo encontré, en La Noche, en el año 2008 que viaje por segunda (y tercera) vez a La Paz con intención de escribir una novela que tenía a la noche definitiva en La Paz como asunto. Conocí a lamjuan Carlos Ramiro Quiroga que me presentó a Alfonso Murillo, y este a Ricardo Camacho y a Adolfo Cárdenas. En Cochabamba, también gracias a Saenz, conocí a Ramón Rocha Monroy que un año después me regaló todas las primeras ediciones de los poemas de Saenz.
Saenz, la noche, la muerte, el alcohol, la extrañeza de uno mismo, la ciudad como territorio de la erradica, más incluso que como espacio del merodeador (flâneur) en Imágenes paceñas… está en todos sus libros, tanto de poesía como de prosa, de Felipe Delgado a Los papeles de Narciso Lima Acha.

Sapo o rana

La última vez que jugué sapo fue en La Paz, junto a un tumbo (¿o era peral?) por el que andaban los colibries, en el patio de la casa de Ricardo Camacho, cerca del Cementerio General, antes de que aparecieran en escena los poetas Humberto Quino Márquez y Jaime Nisttahuz, memorable día, memorable… Jaime, después de mirarme detenidamente me dijo algo asombroso: «Eres el español más raro que he visto nunca». Ricardo sabrá, pero creo que estaba rica hasta el agua de los floreros. Al sapo o a la rana, muy literario juego de «las afueras», los merenderos –Casa Larrea por ejemplo– y los juegos de bochas, no doy una, no es lo mío.

Me acuerdo… (14)

Me acuerdo de ese tremebundo cuadro de Arturo Borda, pintor y escritor boliviano. Se titula Filicidio y representa a un recién nacido, con un cartel de niño abandonado colgando del cuello, me dijo Ricardo Camacho, arrojado a un muladar donde una chancha se lo come. Está o estaba en el Museo de la Policía boliviana, en La Paz, entre truculencias varias. Borda, autor de El Loco, esa inclasificable obra literaria, murió tras beber un vaso de muriático por error (es lo que asegura la leyenda urbana que le sigue como buscapiés). El cuadro se lo regaló Borda a la Policía por haberle dado pasaporte para exponer en Buenos Aires…

El Bocaysapo y la noche (Edgar Arandia)

 

 

 Publicado en La Razón, La Paz, 26 de noviembre de 2017 

Por Edgar Arandia Quiroga

De una manera imperceptible, Chukiyawu Marka se desmarca de La Paz City y genera criaturas en sus rincones donde bulle luminosamente. En una ciudad que durante la mayor parte del año es fría, existen rescoldos cálidos que con el paso del tiempo se vuelven una minúscula patria. Nuestra generación tuvo dos: el Avesol y el Bocaysapo.

El primero, en la estrecha calle Goitia, paralela a la UMSA, era el espacio de reunión de literatos, pintores, dibujantes e intelectuales que compartían sus rivalidades y envidias, aglutinando pequeñas capillas para discutir siempre lo mismo y henchirse de zalemas mutuamente. En mi caso, cuando era expulsado de mi hogar, comandado por una señora feminista, cualquier noche, a cualquier hora, corría apresurado a ver la lucecita verde del Avesol que parpadeaba, como diciéndote: “Ven, aquí todo es cálido y están tus amigotes con quienes te consolarás de tus desdichas y no faltará una sonrisa femenina que se compadezca de ti y escuche tu teoría del comunismo indeterminista”. Era la salvación, porque en esa época te podías amanecer sin el peligro de que te asalten a la vuelta de la esquina.

Como todo en la vida, nada es para siempre, y el Avesol, luego de su agonía de carcancho sin presa, murió. Entonces deambulábamos por todos lados, buscando un nido acogedor donde juntarnos (como dice la paremia popular: Aves del mismo plumaje se juntan). Las aves estábamos dispersas buscando otra pequeña patria.

Hace 20 años, un mediodía coincidimos casualmente en la calle Jaén con Manuel Vargas, Adolfo Cárdenas y otros amigos. Allí también estaban Cayo Salamanca, músico y artesano; y Marcela Gutierres, escritora, quienes culminaban el trato para que un local situado en la parte lateral del Museo de Instrumentos de Bolivia, del maestro Ernesto Cavour, sea administrado por ellos. Ése fue el nacimiento del Boca en un edificio patrimonial del siglo XVIII.

Cada febrero, mes hembra, época de la fecundidad, abundancia y agua, asistíamos a la procesión del Sapo de Piedra que daba una vuelta por el casco viejo de Chukiyawu Marka. Cayo bautizó el local como Bocaysapo y lo convirtió en un lugar de prácticas rituales ancestrales para la Pachamama cada primer viernes de mes. Esto generaba un espíritu de hermandad, solidaridad y alegría sin límites. El resto es fácil imaginarse.

Cuando Cayo sacaba su gusano (como él llamaba a su concertina) y desgranaba la cueca Soledad, los parroquianos salían a bailar en un espacio de un metro, haciendo variadas piruetas que a nadie molestaba. Al contrario, eran animados por el público que ya era múltiple; con extranjeros que la pasaban espléndidamente porque no había prohibiciones de fumar, y uno salía en la madrugada como producto de una fábrica de embutidos ahumados. A veces había wallaqui para curar el ch’aquí.

Solo tengo noticia de un escándalo cuando un habitué, conocido como el Marimono, invitó a una despampanante vedette estriptisera, ocasionando un desbarajuste entre los libidinosos universitarios que quisieron echársele encima. Eso costó una clausura y otros problemas que ocasionaron visitas sorpresas de la Alcaldía y la Policía. Recuerdo que en una ocasión Pablo Ortiz, periodista de Santa Cruz, estaba haciendo una entrevista al escritor Víctor Hugo Viscarra, cuando fue interrumpido por la llegada de los agentes, quienes al grito de “¡Somos la autoridad!” revisaban a los parroquianos que supuestamente portaban “sustancias controladas”. Cuando llegaron dónde Viscarra, éste les dijo: “Yo soy la única autoridad aquí, ¡ustedes son afuera!”.

Son miles las historias que se tejieron en sus largos 20 años. Este espacio tenía un encanto que según Cayo era porque contenía el resumen de los cuatro elementos más importantes de la vida: “Tenemos el aire, el fuego con el que cocieron los ladrillos que antes eran solo tierra y que nos cobijan como un vientre; el agua convertida en otra cosa que nos abre los sentidos; y nosotros que estamos aquí”.

Al conjuro de la noche, la coca y el vino, se tramaron muchos sueños y también se derrumbaron. En el mural de Diego Morales, pintado en el Bocaysapo, estamos muchos cófrades, algunos ya son recuerdos; con el paso irremediable de los años, nos iremos volviendo memoria, porque nada es para siempre.

 

Por Dios, cómo echo de menos los días de La Paz, los amigos de allá: Ricardo, Humberto, Edgar, Adolfo… y las calles abarrotadas, los mercados, las cocanis…

Generació...

fins el proper embat...

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