El Averno y el Callejón Caracoles (La Paz)

Al Callejón Caracoles, de La Paz, he vuelto de la mano de una publicación en red que trata del Averno, un antro clásico en el relato de la bohemia paceña, escenario de truculencias, crímenes, violaciones, del que habla Victor-Hugo Viscarra, El Vico, y otros escritores que en un momento u otro lo frecuentaron, Alfonso Murillo, que fue el primero que me llevó allí (al callejón no al antro porque ya estaba derribado), Ricardo Camacho, Ramón Rocha, Humberto Quino, gente de mi generación (quintos). En mis viajes a La Paz pasaba a menudo por su entrada porque estaba muy cerca del corazón del mercado Rodríguez camino de la León de la Barra, donde tenía un cocani estupendo, generoso y hablador (viejo, como yo) que vendía una hoja menuda de Yungas. El callejón estaba frente a los puestos de las floristas (y a un barbero nocturno y mala sombra) y a un paso de la casera que los sábados vendía un lechón asado maravilloso con camote, plátano, llajuita, y de un local del Ejército de Salvación de aspecto poco atractivo. En el otro extremo del callejón de empedrado muy irregular había una fragua ruidosa de martilleos en el yunque, en cuya negrura resaltaba el fuego o las chispas de la soldadura autógena. Flores, comistrajos al paso, ruinas, vendedores de lo inverosímil también (un gallo de pelea me quiso vender un borrachito), chelas heladas, panes como los de la infancia, que allí llaman marraqueta, pescados del lago, especias, broncas, borrachitos, aparapitas, caseras reñidoras o ensimismadas… Creo que el Callejón Caracoles y el Averno es un escenario de mi novela Diablada boliviana en donde alguien viaja mucho más abajo que el volcán de Lowry, hasta la cama del diablo de Tom Waits. Ese era mi barrio favorito de La Paz, entre la plaza de San Pedro (la cárcel más loca del mundo en donde entre a título de sobrino de un maderero gallego del Beni, a visitar a un político que llevaba preso no sé cuánto tiempo), el Mercado Rodríguez, el Uruguay y la Buenos Aires (diurna). Nunca me cansé de patear esa zona en la que algunos de mis amigos de entonces, gente mayor, veteranos de la revolución del 52, la de Paz Estenssoro y el MNR, no habían puesto los pies jamás. «Cuéntanos de tus callejones», me decían. Y les contaba, y se asombraban y reían con mis andanzas y encuentros. Cómo decir que echo mucho de menos aquellos días y aquellos viajes entre 2004 y 2017. Me siento baldado, acuciado por tareas pendientes y me acuerdo demasiado a menudo de un capítulo de Lord Jim, de Joseph Conrad
«Sus días de vagabundeo habían terminado, ya no más horizontes tan ilimitados como la esperanza, ni crepúsculos en selvas solemnes como templos, mientras bucaba fervorosamenteel País-Siemre-Por-Descubrir detrás de cada colina, al otro lado del río, cruzando el mar.»

Copio aquí el texto que me ha hecho volver sobre la huella de mis propios pasos:

El Averno

Víctor Hugo Viscarra para presentarse como relator del submundo boliviano escribió sobre lo que conocía; en su libro “Borracho estaba, pero me acuerdo”. Traza una cartografía marginal sobre el laberinto de las calles, mercados negros, las cantinas de mala muerte, lenocinios, cabarets y la cárcel, de personajes que funden sus almas con el alcohol barato, la delincuencia, y la marginalidad. Viscarra sobrevivía merodeando una ciudad de La Paz semiclandestina; la de antros fantasmagóricos como La Casa Blanca, La Curvita, Las Cadenas (con sus vasos y ceniceros encadenados a las mesas), El Pezón de la Mariposa, El Averno, El Abismo y El Volcán; cuevas donde los tragos servidos en latas oxidadas costaban centavos y la regla es amanecer muerto o, con suerte, desnudo.
Cuentan que en varios de sus relatos, Viscarra vaticinó su muerte antes de llegar a los cincuenta años (“Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”). El tiro del final se lo dio una cirrosis fulminante, que se lo llevó en mayo de 2006

Relato del Averno

«Es una de las cantinas con categoría, en sus buenos tiempos era una verdadera antesala del infierno, allí hubieron infinidad de asaltos, violaciones y peleas, atracos y uno que otro asesinato (…) Don Víctor, dueño de El Averno, se esmeró en decorar apropiadamente su local haciendo pintar en sus paredes escenas sacadas de la Divina Comedia”

La fuerza de la resaca

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CANTABA hace muchos años José Larralde, a ritmo de milonga, que entre el matón y el cobarde sólo media la resaca. Yo no sé si Stevenson, que se interesó mucho en esta clase de resacas y de pugnas morales, quiso mostrar los devastadores efectos de ese torbellino en el que Marlowe aconsejaba a lord Jim que se arrojara de cabeza, pero lo cierto es que los acabados personajes de Bajamar parecen saber un rato largo de ese vaivén del coraje -y poco importa en qué dirección va- a la cobardía y al fracaso de los empeños arrebatados, y vuelta a empezar, de la desesperación a los atisbos de supervivencia que no conviene tomar por esperanza, hasta que la pasión se consuma.

         Bajamar ha sido ponderada como una de sus mejores novelas, comparada incluso, por lo que de estudio de la dualidad del alma humana tiene, a su magistral El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr Hyde  –Don Juan, qué gran libro de Otto Rank: es fundamental para estos asuntos–, como es desdeñada como una obra menor, entre otras cosas por estar escrita en parte en colaboración con su hijastro Lloyd Osbourne, y por un exceso de moralismo que sostienen su insólito final.

Stevenson comenzó a escribir Bajamar en 1889 cuando se hallaba instalado en Waikiki, después de que hubiesen dejado la goleta Casco, la que les llevó por las Pomotú. Lo hizo sobre unas páginas escritas por Lloyd Osbourne (los tres primeros capítulos) y la terminó a trancas y barrancas, con muchas dudas sobre su estilo -estaba buscando un estilo directo y desprovisto de retórica- y contenido, en los años finales de su instalación definitiva en Vailima, cuando escribía como un forzado.

         Bajamar es una historia de degradación y de ascesis, de vergüenza y dignidad, de vicios y de virtudes, de matices y oscuridades: es una historia de las zonas crepusculares de la conciencia ser humano. El mismo Stevenson la consideraba siniestra y sin embargo Bajamar está repleta de rasgos de humor, de frases irónicas y zumbonas, los rasgos del carácter de los personajes no son crueles, aunque ellos que encarnan tipos humanos comunes, puedan resultar repulsivos, de jugarretas del destino cuyo escueto relato resulta hilarante. Sus andanzas son siniestras, pero hay en Stevenson un ánimo cierto de comprensión del ser humano y de su compleja condición que pone viento de popa a las velas del relato.

La acción de esta novela de los mares del Sur está situada en Papeete, donde Stevenson se vio aquejado de una desidia y una fiebre parecida a la de sus personajes, en alta mar a bordo de la Farallone, una goleta con quilla estrecha de clípper no de velero a lo burro) y en un atolón que no figura en las cartas marinas -episodio que recuerda el del propio Stevenson con su goleta Equator cuando en julio de 1889 entra, por casualidad en el lago de Butaritari, la más septentrional de las Gilbert, e incluso cuando se tropieza con el coleccionista demente del rey Tembinok en Apemama, en septiembre del mismo año: de hecho la novela está repleta de detalles que corresponden  a cosas vistas y vividas por el autor en su viaje a Micronesia.

Por esos escenarios descritos con minucia y eficacia desfilan tres desdichados que han sido reiteradamente vencidos en ese combate diario y necesario contra la mala suerte, los errores y la propia conciencia, del que hablara Joseph Conrad, y se encuentran descorazonados, entregados a sus borrascas interiores, en el último peldaño de su ruina moral. Tres vagabundos de las islas (en expresión que también utilizarían Conrad y Somerset Maugham) que han sido arrastrados una y otra vez por la resaca de las pifias, el ánimo torcido de la vida hecha trampa, la cobardía y la desidia, pero en quienes aparecen de cuando en cuando unos destellos de culpa y rebelión, tan confusa como angustiada, contra su propio estado de miseria moral y material, y que van a dar a manos de un no menos siniestro y atractivo personaje, angel de la muerte y angel de salvación, poseído por la verdad y la fuerza de su clase social, su educación, su Winchester y su formidable puntería. Gentes que quieren escapar a su destino, salir del callejón sin salida en el que están metidos, pero a los que la codicia, la bobería y la propia condición, enturbia de manera seria el entendimiento (sin contar los repetidos golletazos al cargamento de botillería más o menos fina) y cuyos pasos erráticos trazan un cuadro intenso de desdicha. Historia compleja donde las haya, teñida de esa épica que hoy resulta tan sospechosa y de la que es mejor no hablar, pero que se resuelve de una manera harto rara, violenta, incluso para Stevenson: algo más que un golpe de efecto y algo menos que un final redondo para una novela. El escapar de la muerte y la venganza hecha justicia como acicates de una conversión de una mística dudosa, y la compleja ascesis del perdón (casi propias de una de las estupendas historias relatadas por el padre Rivadeneyra en su Flos Sanctorum) es un asunto peliagudo que me temo deje fríos a muchos lectores de este fin de siglo. Y además ese, el de la venganza hecha justicia alentada por la fuerza de la verdad y el poder del perdón, es una reflexión que queda en el aire, sugerida más que hecha materia de sermón, muy a la manera de Stevenson, ya señalada por su amigo Marcel Schowb: silencios que debe llenar el lector y que espolean su imaginación y su conciencia.

*** Reseña de  Bajamar, de R. L. Stevenson,  Ed. Valdemar, Madrid, 1999, Traducción de Inmaculada Matito, 165 págs. La publicaría sin duda en el Cultural de ABC, en la fecha de edición o como mucho al año siguiente, cuando mis colaboraciones literarias eran constantes, antes de que se estropearan de mala manera gracias a la entusiástica ayuda de unos y de otros.

«¿Usted lee esto?» (Caza de citas, Joseph Conrad)

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Conrad. Lord Jim. Hablan Marlow y Jim, el pobrecito soñador, y lo hacen de viajes sin retorno, de olvidar, de largarse dando un portazo, de convertirse en una persona que no haya existido con anterioridad, de todas esas fantasías de la culpa, el remordimiento, el desasosiego y la incomodidad con uno mismo… al tiempo que JIm hace su pequeño equipaje de cualquier modo:

«Vi caer, revueltos con los demás, tres libros de, dos pequeños, de oscuras cubiertas, y otro voluminoso, de encuadernación verde y otro: una edición barata y completa de Shakespeare.
–¿Usted lee eso? –le pregunté.
–Sí –me contestó precipitadamente– es lo mejor para levantar el ánimo de cualquiera.»

*** La ilustración es un dibujo de Céar Llaguno.

Seguir el ensueño (Conrad, Stein, Marlow y las mariposas)

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Es uno de mis pasajes preferidos de Lord Jim, la novela de Conrad, hay otros que me gustan y releo, pero este, en el capítulo XX, por el escenario y por el juego de luces y sombras que en él está descrito, me resulta especial. Conversan Stein, el misántropo coleccionista y cazador de mariposas, y Charlie Marlow, el marino y confidente, recolector de vidas azarosas, la de Jim, entre otras muchas.
Conversan  acerca del destino de Lord Jim sin nombrarlo y de sumergirse en el elemento destructor como una forma de curarse de ser lo que se es, y de lo que no se es, pero también se pudo ser, de haber puesto lo medios, algo que también forma parte de nosotros, a modo de pesadumbre de fondo.

«Y, precisamente –decía–, del no poder tener uno siempre cerrados los ojos se origina la verdadera inquietud, la pena del corazón, el dolor del mundo. Le aseguro a usted, amigo mío, que es mala cosa que uno se halle con que no puede realizar su ensueño, por no ser bastante fuerte o bastante débil para ello […]
–Ese es el camino. Seguir el ensueño, y seguirlo… ewig….usque ad finem…»

Y luego cada cual sigue su camino y su propia historia, como puede, con un norte fijo o a trancas y barrancas, a merced de las circunstancias y contra ellas.