Redes sociales

He cerrado mis cuentas en redes sociales (Twitter y Facebook), antes incluso de haber leído varios artículos como el que aquí enlazo y que no sé cuanto tiempo estará vigente. El tiempo apura y es eso, el tiempo, lo que siento haber malgastado, sin intención alguna de ofender a todas las personas que han estimado mis trabajos y con las que he estado en contacto y compartido buenos momentos. Estoy baldado. Me he dado cuenta de que escribir sin distracciones ni cuelgues es muy distinto a hacerlo con esas ventanas abiertas a una curiosidad hipnótica o a nada. Escribir y leer, y hacer otras cosas que antes de meterme en la redes sociales sí hacía. Repasar la actualidad mediática de mis amigos indignados, en Twitter por ejemplo, me da nauseas reales, no es que no quiera enterarme de la mugre en la que vivimos de manera amenazante, pero prefiero tomar notas para un próximo ensayo, que consumirme en la indignación ansiosa, un día por un motivo y al siguiente por otro o por varios: la oferta del asco es amplísima. Me he dado cuenta de que no recibo apenas correos electrónicos y es posible que la causa sea que no tenemos ya gran cosa que decirnos, en la medida en que todo lo ponemos en el mostrador. No hay anda que compartir o muy poco en privado, porque todo lo hacemos público. ¿Privacidad? Poca, cada vez menos. Hablo por mí, que cada cual hable y viva por sí mismo.

Las redes sociales y la publicidad (Cristina Fallarás)

Acabo de leer este artículo de Cristina Fallarás, «Las redes como cuestión de clase», que resulta triste, más que nada porque acierta en ese esfuezo más baldío que otra cosa de recurrir de manera acuciosa a las redes sociales para promocionar la propia obra literaria cuando no tienes el apoyo de medios de comunicación y espacios mediático, y suplementos literarios, esos que Umbral llamaba «leproserías de la literatura, pero se beneficiaba de ellos, o este apoyo es tan a cuenta gotas que es como si no tuvieras presencia alguna, algo que se parece al desenterrador de cadáveres. No acierta del todo Cristina Fallarás al señalar que escritores de rotunda presencia mediática no recurren a las redes para promocionarse, porque sí lo hacen o lo hacen otros por ellos. Es igual. Lo que cuenta, al menos para mí, es que su artículo me ha hecho reflexionar sobre el uso que yo mismo hago o he hecho hasta ahora de Facebook y de Twitter, las dos redes sociales en las que me he movido, r y pienso que he invertido mucho tiempo, de mirón y egosurfeando, en ellas. No tengo edad. El tiempo se me ha echado encima. Tendría guasa emplear más tiempo y energías en promocionar mi obra que en escribirla. Un sinsentido. Para conseguir algo  debería escribir en exclusiva para las redes, corriendo el riesgo de no acertar con lo que los lectores quieren. ¿Qué quieren los lectores? No lo sé. Es tarde para hacer estudios de mercado y muy tarde para rehacerse una verdadera clientela, como decía Céline. Es tarde para casi todo y además el barullo de las redes me aturde tanto como el callejero, del que ahora mismo huyo.

Dicho lo anterior al margen de que las redes sociales han deteriorado la comunicación personal encamarando es deterioro en una hipercomunicación. Es raro recibir mensajes al margen de las redes. Es raro tener algo que contarse cuando nos estamos contando (exhibiendo) de continuo. En lo del prójimo no me meto, pero antes de naufragar en las redes leía más, ponía más atención en mi escritura y hacía cosas que ya no hago. Es como para pensárselo.

 

«Las redes como cuestión de clase», de Cristina Fallarás

Dar señales de vida

En alguno de sus diarios escribía Ernst Jünger que por estas fechas escribía a todos sus amigos y conocidos, desde los tiempos de las trincheras de la PGM, si todavía quedaba alguno, y de ese modo enviaba (y recibía) señales de vida. Ahora sería raro hacerlo y no solo porque vivimos todos a la vista de todos y nuestro mutuo alcance y sería raro que no supiéramos anda los unos de los otros, incluso en este tiempo de reclusión y encierro que va a más. No nos hemos dejado de ver. Ya hacía tiempo que nos veíamos más en las redes sociales que cara a cara. ¿Y escribirnos? Eso es ya muy raro. Hasta el tono y la forma han cambiado. Pasó el tiempo del cartero y el de los e-mails incluso. No tenemos mucho que decirnos ni de lo público ni de lo privado que nutre nuestras exhibiciones cotidianas. Nuestros gustos y disgustos están en el aire. ¿Amigos lejanos? Compartimos noticias casi a diario… ¿Damos señales de vida o hacemos ruido y en el vivimos?

No merece la pena… pero

96e36d35c966f582af3494d7a4ac239dLas estadísticas y herramientas informáticas son determinantes en el negocio de las redes sociales: está visto que ni los asuntos de los que tratas ni su punto de vista son los que el público pide, no conectas y en consecuencia tu audiencia es casi irrelevantes, reducida a la de los cuatro amigos. Hombre de pocos amigos, se diría en otro tiempo, por mucho que no sea la hosquedad el color de la tinta que empleas. ¿Merece o no la pena el gastar tiempo e ideas en esos medios? No, pero si renuncias, aceptas que no puedes     dar publicidad por otros medios a lo que escribes –artículos dominicales y fragmentos de libros futuros sobre todo–. En eso no puede haber queja alguna, sino un motivo de reflexión sobre le propio trabajo y su alcance. No puedes obligar a nadie a que le guste lo que haces. Lo mejor es admitir que no tienes olfato para saber lo que se cuece, lo que se lleva, lo que hay que decir y lo que no, también esto, sin olvidar el cómo y el uso de palabras proscritas.

No cedas, viejo perro (Humberto Quino)

Señales de humo

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Señales de humo… propias y ajenas, que se confunden con los días nublados y con la niebla cerrada, o que atufan, a ti o al prójimo, dependiendo  de cómo sople el viento. Así veo la publicación de notas en las redes sociales. A las mías me refiero.
En los mentideros se comparte en realidad poca cosa, el barullo del noticiero que se renueva y hace caduco al momento, la opinión cuntendete que no pasa del exabrupto liberador, el rumor, el infundio, la majeza del pico de oro, lo que todos sabemos de antemano, las consignas de la trinchera, sus dogmas y doctrinas… lo verdaderamente literario, que hay que leer por encima de las diez líneas, interesa poco. Lo puedes pintra como te convenga pero son una trampa en la que estamos tan a gusto, tal vez porque no tenemos otra cosa y evitamos de ese modo reflexionar sobre nuestra indigencia.
A quién le importa dónde y cómo vivo, lo que veo o dejo de ver desde mi ventana, convertido en materia de exhibición, todo lo que hasta ayer mismo era privado, compartible solo con aquellos con los que convivo, señalado apenas con un gesto de la mano y en silencio, como sugiere Paul Valéry en una  anotación de su diario; a quién mi hartadumbre de un tiempo que veo de mugre y del que intento salvarme como puedo recurriendo a luces, a  momentos y a horas de escritura y de lectura que cada vez me son más necesarias y me faltan. Llevo semanas echando cuentas de los trabajos pendientes y del tiempo que necesito para concluirlos, y pienso en el tiempo que gasto y mato en las redes sociales, y en de qué manera nuestra vida gira en torno a ellas, como si nuestra existencia dependiera de figurar en ellas y solo de eso. Y aquí sigo… un misterio.