Las desventuradas (por Pablo Cingolani)

Hoy me llegó un correo de Pablo Cingolani con ese texto y me ha hecho pensar ese «he decidido comenzar a despojarme de todo», es mucho el lastre que algunos arrastramos como una maldición.

Este día de las almas, este año donde mi padre y mi madre partieron, he decidido comenzar a despojarme de todo. De ahí, que empiezo a desclasificar cosas que he guardado años, décadas, y que ahora me pregunto: ¿para qué? 

En homenaje a mis viejos, porque fue con ellos y  vía ellos que llegó a mis manos, va esta reliquia que adoro pero que envío de manera especial a dos amigos que aman a las islas -el Salvador Marcelo Gargiulo, factótum del primer islario argentino, y a Miguel Sánchez Ostiz, navarro, pero que se deslomó narrando otra isla del mismo Mar del Sur- y también porque son parte de esta historia porque viven allí, o sea allá, a Zavaleta, Álvaro, allá en Santiago, mi alter ego cuando era/éramos eso y siempre será huella y a Jorge Muzam, allá en San Fabián de Alico, en el sur indómito, mi editor trasandino, en ese Nido de Parras que es el lugar donde él y todos ellos, sus cófrades, vinieron al mundo

Las Islas Desventuradas: vaya nombre que sobrevivió en el tiempo. En esta desdicha del presente, ellas evocan historias de otra fragua, otro temple, otra perspectiva.

Siempre -desde que tuve conmigo el documento que envío, desde ese lejano 1979, cuando Samoré desactivó la guerra entre dictadores, por unas islas, a todo esto- amé estas islas, siempre quise ir a verlas, compartirlas, volverlas mías. 

No fue el caso, aún les debo una visita. Vaya este envío como una manera, momentánea, de cumplir con ese deseo. 

PC, 1 de noviembre de 2022

«Recuerdos de Miguel», por Pablo Cingolani

Llegó de madrugada, me emocionó, mucho, y me hizo pensar en que los días más dichosos de mi vida los he vivido en Bolivia, y claro que me acuerdo del Elías y de más cosas de aquella caminata formidable y de la noche de víspera con una inagotable conversación, una buena bolsa de hoja de coca, singani… y de Álvaro Diez Astete…

Hace un rato, le aseguraba a un amigo: tengo que anotar mis recuerdos porque los muy turros se me esconden. Las experiencias traumáticas que viví desde el mismísimo comienzo de año hicieron que mi espacio-tiempo se altere y me inocule graves dosis de irrealidad, de flash-backs permanentes, un licuado de sensaciones, dejavús, visiones, sentimientos mezclados, delirio. Ni modo, Quasimodo, diría el que ya sabemos: a poner el pecho hasta que el cuero aguante. No queda de otra, diría mi amigo Germán, el huateño. Y será también porque hoy nos escribimos, es que dejaré estampados mis recuerdos con Miguel que, como son buenos recuerdos, bien también me hace hacerlo, dejar constancia, tramarlos de nuevo.

* * *

Cómo nos encontramos, la verdad, se me embruma -lo veo al “chino” Arandia frente al Estudio Eguino, frente a la Plaza del Estudiante, y a vos Miguel, y a mí- pero lo que sí me acuerdo es que armamos un encuentro tripartito: vos, yo y mi queridísimo Álvaro Diez Astete en mi morada de Jupapina. 

Jupapina es ¿un pueblo?, es ¿un barrio?, extramuros de La Paz, ya en el espléndido valle seco por donde el río que prodigó la vida humana, el Choqueyapu, se obstina en su azarosa búsqueda del Amazonas, donde, al fin y al cabo, de miles de fluyentes kilómetros, desagua. 

La alusión al Padre de los Ríos no es casual: Miguel, Miguel desde Navarra, tuvo a bien enviarme desde su valle de Baztan, su terruño, unas fotos inesperadas de la casa solariega de los Ursúa, el desdichado Ursúa, aquel que comandaba la expedición en busca de las amazonas de la selva y de los tesoros de la ciudad aurea, acompañado -craso error- por “la puta” (la expresión no es mía), por doña Inés de Atienza, lo que desató La Ira de Dios, la del inolvidable Lope de Aguirre. Esas historias nos unían con el Miguel; con el Álvaro, media vida y como Jupapina, y el marco imponente de las montañas que la circundan, se prestan de manera generosa al buen libar y de la mejor conversa, así lo hicimos.

¿De qué hablaríamos esa cita? ¡Y que se yo! Supongo que cosas que hablan tres hombres que escriben, tres hombres que viajan, tres hombres que, de formas diversas, no han perdido la fe. Para salir de la casa y arrimarse a sitios tan lejanos de la puerta como lo hace Miguel, hay que tener fe, fe en el dios de los caminos y fe en uno mismo. Ursúa andaba hechizado por la dama y así le fue. Así no se viaja, viejo. Uno debe amar la travesía por sobre todas las cosas y el Miguel, con sus andanzas extra territoriales, lo prueba. Sus libros, también. Con el Álvaro, tuvimos algunos viajes, todos frenéticos y apasionados. Cruzamos un desierto a puro pisco, cruzamos una selva a puro barro extenuante. Yo lo bauticé, secretamente, “mi oráculo”.

* * *

Corte a: los cerros/ext/día. Resulta que otro asunto, importantísimo, que recuerdo es que, no ese día sino otro día, fuimos con Miguel a caminar los Andes. Digo los Andes, y digo bien, porque Jupapina, La Paz, el Choqueyapu, mi casa, el “chino” Arandia, el Álvaro, la bebendurria, los encuentros, los hallazgos, todo sucedió en los Andes.

Decir los Andes es decir muchas cosas, o es decirlo casi todo. Al menos, para mí. Los Andes, la columna vertebral de América. Los Andes de las rebeliones indígenas que aún nos conmueven y aún nos alientan. Los Andes, el eje táctico/estratégico de la liberación continental. Los Andes de la magia insistente, el hechizo genuino. Los Andes, la vida, en los Andes. Fuimos con Miguel a uno de mis cerros-guía, a una de mis montañas más queridas -en realidad, las amo a todas por igual-, fuimos a caminar a Mullumarka.

Desde la ventana de mi escritorio de la casa de Jupapina, veías el cerrazo, desplegado en toda su majestad, roja majestad, mullu en quechua es rojo, las cicatrices de la Diosa Madre, de sus partos ancestrales, sus honduras cósmicas, sus devenires geológicos, estaban allí, expuestos, desnudos, bellos e invencibles. Fuimos.

Si mi memoria no falla, por eso lo escribo ahora, todavía había el sapo, el Tata Hampatu, la piedra mágica. Después, poco tiempo después, vinieron los señores especuladores inmobiliarios a “urbanizar” el sagrado cerro y las máquinas -los “avatares” los llamábamos con la Carolina, por la película de Cameron- y lo arrasaron todo, todo no: la parte de abajo del cerro (Huacuni, se llama. En los Andes, todo está nombrado. Fue la hechura de Viracocha). De allí, que nosotros trasladamos el ámbito de las ofrendas más arriba. De hecho, allí están enterrados nuestra perra Dana y nuestro gatito Valentín. Allí está el nuevo epicentro cósmico: La Roca Madre, Mama Kala, Mother Rock. La zona sigue siendo santuario y deberías verla: hacia el oeste por donde caminamos, encontramos una rinconada bella, sumamente bella, donde se sitúa la pequeña huaca roja. Es increíble, o no, tú que conoces, pero desde allí, se puede ver La Paz a la distancia. Recuerdo que vos me dijiste, volaste hacia Sucre, que todo esto que describo -el horror promovido por la codicia-, se veía, desde el cielo, como una mina a tajo abierto. No nos rendimos: encima de la cota de los miserables, lo volvimos a hacer. Volvimos a recuperar la paz de las piedras, como diría don Camus.

Resulta que, caminando, te contaba de la historia de esa montaña, y siguiendo las investigaciones de la Barragán, te decía que, tras la arremetida anti indígena y de despojo de las tierras comunales por parte del señor Melgarejo -Santo de Tarata, esto es Bolivia, nunca te olvides-, en los archivos históricos, en la hacienda Huacallani, que así se llamaba por el río que está a su vera, afluente del Choqueyapu, del Amazonas y de la historia de Baztan y de Ursúa y siempre, como siempre, vuelta a empezar, y que incluía a todo esa montaña por donde caminamos, en esos registros que indagó la historiadora, sólo figuraba un tributario, un solitario indio, que pagaba sus gabelas a un estado larvario pero que vivía de ese sudor y de esa sangre. Lo más increíble de todo es que, esos años, cuando caminamos, te señalé una casa y te conté que allí vivía el Elías, el también único morador de la montaña, la ex hacienda: era una historia especular, cíclica, intrigante.

La cosa fue que te mostré unas ruinas de lo que había sido la hacienda Huacallani y luego empezamos a bajar, el sol hachando como sucede en los Andes. Y aquí viene la parte de la magia del relato, la magia de esa caminata, la magia de la vida que se vive dispuesto a vivirla. Esto sí me acuerdo y me lo acuerdo como si fuera hoy mismo que lo escribo -para no olvidármelo jamás de los jamases: en saliendo, caminando por un caminejo que sigue el curso de la quebrada, ¿quién apareció caminando hacia nosotros? ¿te recuerdas, Miguel? Yo sí: ¡era el Elías! ¡el mismísimo Elías!

Te diré -y este escrito ha devenido en una epístola, y ahora que lo anoto, recuerdo; te escribía cartas, cartas australes, sobre todo, donde hablaba de la Tierra del Fuego, de Punta Arenas, de esos andares-, te diré, decía, de esa vez, lo he vuelto a ver al Elías algunas veces más y hablamos, él desde su aymara profundo, yo desde lo que compartimos, pero, tras todos los cataclismos que han pasado -en mi vida, en Bolivia y en el mundo desde el 2019-, no tengo noticias del Elías. 

El otro día, bajando de otra montaña, vi como un tractor estaba limpiando los terrenos del Zenobio. Me estremecí: ya había visto como su depósito de herramientas había desaparecido. El Zenobio, no acordábamos con los comunarios que lo conocían portaba entre 82 y 92 años. La visión de la máquina trabajando, envió un mensaje indudable a mi corazón: el Zenobio Choque se murió, ya partió, sólo quedarán estas palabras para recordarlo. Un campesino, un as, un ejemplo.

* * *

Te recuerdo, Miguel. Y te recuerdo bien. Pero me pregunto, y te pregunto, hermano: ¿qué será del Elías? Yo no me animo a volver por su casa, con tanta muerte que cargo encima, yo no me animo a volver a ver si está o no está el Elías, allí solo como estaba. No quiero saber, y no me atrevo, porque el Elías no era solamente el Elías, era una cuestión de fe, de fe en los Andes, las piedras, las montañas, el hombre que las araña y las nutre, las montañas que lo vuelven hombre y pleno y le dan vida: el ajayu de los Andes, el ajayu del Elías, nuestro ajayu, el horizonte y la fragua. Y ukamau, lo que tenga que ser, que así sea. 

Pablo Cingolani

Antaqawa, 19 de octubre de 2022

Los recuerdos (Pablo Cingolani)

Me decía Pablo Cingolani en el correo nocturno (vol de nuit el nuestro y sin levantar los pies del suelo como no sea para caminar) enviado desde allá lejos que tenía que «anotar los recuerdos porque los muy turros se me esconden»… En esas ando, pero me temo (a la vista d los resultados) que por mala quebrada, por errónea. Él en su epístola me mostró otras, otra. Le contesto con humor y emoción que se juegue los recuerdos al truco, como hace el inolvidable Coluccini, hombre de circo, en Una sombra ya pronto serás (Osvaldo Soriano)… y ahora no recuerdo si era para perderlos o para ganar otros mejores.

El camino de la memoria es tortuoso y el de la suma de rencores, gatillazos y malos humores, engañoso, falaz, poco honrado y sobre todo nada grato… ese reyezuelo sentado en un trono de mugre que piensa que todo le es y le fue debido, y que en lugar del cetro espantamoscas, maneja una estilográfica que salpica borrones como balas en su repulsivo Tribunal de Cuentas.

«La Paz es invencible!»

Las fotografías, con su leyenda, me las envía desde La Paz mi amigo Pablo Cingolani. Una no necesita explicación, la de la Pachamama sí. Al comienzo de la película Cementerio de elefantes, del boliviano Tonchy Antezana, hay una escena de unos albañiles que nocturno entierran en los cimientos de un edificio a una persona farreada, no se ve bien si viva o muerta, como ofrenda a la Pachamama. Leyenda urbana o innombrable tradición oscura del mundo aymara. No lo sé, pero hay una zona de La Paz (céntrica) donde es frecuente ver carteles de personas desaparecidas, calles que parecen desiertas, con imprentas, conventillos, antiguas casas patricias divididas en cuartos, pero que de noche cobran una vida intensa y pesada… el amigo Alfonso Murillo me hablaba mucho de ese asunto y Ricardo Camacho también.

¡Ánimo cabrones…!

El año empezó con nieve que cubrió el valle de madrugada y dejó luego momento hermosos. El Pablo Cingolani desde las montañas bolivianas envió en escueto mensaje de ánimo, «vamos che!», acompañado de esa imagen de Villa y su leyenda que sea o no apócrifa, está bien. La de ayer fue una noche rara, ni cohetes, ni petardos, ni disfraces, ni luces en las ventanas. Le puse una vela a mi ñatita, encendí una astilla de palo santo (contra la inbidia) y me acordé de los amigos que están lejos, en Chile –qué tristeza tú carta de ayer, Adolfo, no somos conscientes del drama que se está viviendo en Chile, que vida tan dura la vuestra–, en Bolivia, en Colorado… Monté unas miniaturas de obra de casa en construcción que compré hace unos años en la feria de Alasitas de La Paz, e hice challar por yatiri, para ver si acababa de dejar el bulto de una vez en alguna casa que mereciera ese nombre. El año pasado, en este día del agua nueva, el de Jano, no tenía la menor idea de dónde iba a acabarlo ni cómo. Veremos este año, estará más feo, seguro, porque los trabajos cada vez se hacen más cuesta arriba… «¡Plata y miedo nunca vamos a tener!», decía con entusiasmo mi añorado Ramón Rocha Monroy, cada vez que se tropezaba con un obstáculo, lo que le ha sucedido demasiado a menudo como para  tirar una toalla que no ha tirado nunca. Pues eso, ni plata ni miedo, nuevos libros, novela, ensayo, memorias de confinamiento… como para perder el tiempo estamos… ¡estamos listos!

Notas en torno al arte de inspirar (Coluccini, Soriano y Cingolani)

captura-de-pantalla-2015-08-20-a-las-09-14-32
Notas en torno al arte de inspirar
 
(…)
 
Sobre Soriano, sobre el escritor argentino Osvaldo Soriano, no dejo nunca de proclamar, ni dejaré jamás de hacerlo: me inspiró. Me inspiró la vida.
En medio de la distancia con casi todo lo que, una vez, amaba.
En medio del desasosiego, que sumado a la distancia, provocaba en mí el desarraigo pasado y el nuevo arraigo que vivía, Coluccini –uno de los personajes de Soriano de su novela Una sombra ya pronto serás- fue una especie de ancla, muy cerril, muy indómita.
Coluccini, Cingolani: todos a Bolivia. (¡Todos-A-Bolivia!, como cuando volanteábamos, organizando ese memorial delirante en homenaje al Che Guevara en la Facultad de Filosofía y Letras, en la calle Puán, con el nieto del cacique Yanquetruz, la Vicky Polti, sobrina del mártir de Trelew, el Claudio Niro, que había estado secuestrado en la ESMA, y Martín Castellano, mi compañero y mi amigo).
Bolivia, como el nombre de un destino, el nombre del destino.
Bolivia, como un muelle de redención desde donde volver a volar, cicatrizando heridas.
Bolivia, el nuevo hogar donde soñar.
Bolivia, las cordilleras y las selvas.
No era tan así lo que soñaba el Coluccini de Soriano pero leerlo aquí, era más que una señal. Era una especie intrépida de bienvenida.
 
Así fue, entonces, que fui creciendo. Leyendo (y releyendo) uno a uno todos los libros del gran Soriano. Allí, entre sus páginas, allí, entre sus libros, entre sus historias, me di cuenta de algo que aún me incita, aún me moviliza al extremo de escribirlo, y que no dejaré nunca de agradecerle: Soriano es el escritor más sensible, más querible, más entrañablemente propio, que tenemos los argentinos.
Ese famoso escribir como “cross a la mandíbula” que proclamó Roberto –el inmortal- Arlt, Soriano lo volvió pleno, no traumático (como la obra del susodicho), lo volvió simple, no complejo como la obra del inolvidable Roberto, lo volvió esperanza en la desesperanza –como toda la obra del genial Roberto Arlt-, el señor Soriano.
Hablo inevitablemente de Arlt. Si me torturan, yo diré: el mejor escritor argentino de todos los tiempos se llama Roberto Arlt. Si no me torturan, diría lo mismo. Arlt es el visionario. Arlt es el hombre que patea todos los tableros del ajedrez literario y de la pobre realidad de la cultura reaccionaria argentina, y escribe y escribe y proclama al escribir: vayansé todos al carajo. Aquí o se escribe lo que se padece, se escribe como se sufre, se escribe poniendo el cuerpo, la sangre, el honor, el orgullo y la gloria, o no se escribe. Y Arlt, mi tan amado Arlt, lo hizo. Y le costó las tripas, el cuero, los ojos, y se llevó su vida, escribiendo, escribiéndola, escribiéndonos.
 
Soriano es el hijo póstumo y ucrónico que Arlt nunca tuvo. Pero, en un juego borgiano de espejos, en un devenir bien argentino, Soriano es, a la vez, el heredero natural de Roberto y también la otra cara de su moneda: allí donde Arlt era oscuro, Soriano le echa luz con un humor sin cadenas, un humor invencible.
Allí donde Arlt era pesimista, Soriano convierte el pesimismo, en el ojo de la patria, un San Martín robotizado que vuelve desde Europa a liberar la Argentina de sus opresores, o crea un ejército de gorilas armados de AKs47 para liberar otras patrias, en África.
No hay pesimismo en Soriano: hay las ganas de mandar todo a la mierda, siempre, con el mejor recurso de todos: el humor, la ironía, el desatino, el despelote, el disparate, como diría otra voz fundamental e inspiradora en grado sumo como fue la de María Elena Walsh.
Soriano, en sus textos, proclama algo así, parafraseando otras proclamas de otros combates: Ustedes no nos vencen porque no nos pueden vencer porque ustedes no se ríen, ustedes sufren por sus millones, ustedes sufren por su poder. Nosotros, celebramos. Nosotros, reímos, Nosotros, no nos rendimos porque celebramos y nos reímos. Nosotros, somos así. Nosotros, somos el pueblo.
 
(…)
 
Bla, bla, bla: Ja, ja, ja!!!!!
 
(…)
 
Cuando yo sea presidente de la República Argentina, voy a mandar a hacer tres monumentos en la frontera con Bolivia.
El primero, estará en Pocitos, cerca a Yacuiba. Será un monumento a Coluccini, señalando el norte, hacia Santa Cruz de la Sierra, a donde quería llegar pero nunca llegó.
En La Quiaca, levantaría el monumento al propio Soriano, con un pucho en una mano y un gato en la otra. No sé si el gordo alguna vez estuvo ahí pero estoy seguro que, desde el cielo, se sentiría feliz.
En Aguas Blancas, en frente del majestuoso río Bermejo, se erguiría el tercer monumento, el monumento a la síntesis de la literatura nacional, con proyección patria grande, mirando hacia Bolivia, nuestra pedazo de patria grande más amado.
Allí, erguiría un monumento doble: Arlt y el gordo Soriano, abrazados, juntos, eternamente, mirando al río, mirando a la serranía, desmintiendo lo urbano. Arlt lo padecía, odiaba lo urbano. Soriano, no tuvo tiempo ni de expresarlo: se murió tan joven que da calambre.
 
(…)
 
¡Queríamos tanto a Soriano! Yo lo quiero cada vez más, lo extraño cada vez, cada minuto, un poco más. Extraño ese humor que como pirañas en las páginas se devoraban todo el hastío con el que la realidad busca demolerte. Gracias a la vida y a su invencible inventiva, quedan sus libros. Esta es una invitación a recorrerlos e internarse en la ruta Soriano hacia la felicidad ya que si leer, si la lectura de Soriano, procura placer y provoca alegría, no le demos más vueltas. Eso otra forma de definir aquello. La felicidad.
 
Nota a las notas: para ser sinceros, rescaté estas palabras de mis archivos secretos de Río Abajo, gracias a la inspiración que me brindó leer el texto de Sánchez-Ostiz titulado Las puertas, la autoridad, la rebeldía… y que termina así: “Acuérdate entonces de lo que te decía Coluccini, un día que anduvisteis por la parte de Balcarce: «¡Uuuh, nunca se entregue! Yo soy un viejo rutero. Siempre hay una última maniobra, un golpe de volante, un rebaje, un algo… ¡Pero nunca el freno! ¡Usted pise el freno y está perdido!”. El mejor Coluccini, el mejor Soriano, la mejor de las inspiraciones. Vale.
 
Pablo Cingolani

Dylan, Dario y yo, por Pablo Cingolani

dariofoLa democracia, esa quimera, ese elefante ciego, regresaba a la Argentina, tras la mayor sangría de toda su historia. El aire se cortaba con daga o con hacha: cualquiera sabía, intuía que los uniformados que habían masacrado a una generación de  jóvenes, buscarían impedir su juzgamiento y el castigo que merecían por tanta fechoría. En ese cuadro político donde las sombras entorchadas acechaban y confundían a la luz colectiva, a alguien se le ocurrió traerlo a Dario Fo y a Franca Rame a Buenos Aires. Era el orwelliano 1984.

Actuaron en el teatro municipal General San Martín, uno de los otrora epicentros culturales de la urbe platense, y los fachos, como se estilaba, participaron del evento metiendo una bomba que estalló sin matar a nadie pero derribando todos los vidrios del edificio. Fo y su pareja Rame eran conocidos teatreros de origen italiano, anti clericales y satíricos en extremo, intragables para un sistema de hipocresías del mismo tenor. Tras que explotó la bomba, previa a la presentación de Dario y Franca, se decidió que el espectáculo programado, iba a continuar. Es más: también se decidió no cobrar la entrada.

Luisa R. era mi amiga y también era italiana. Ambos éramos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Adriana era otra amiga común. Todos lloramos cuando, meses atrás, el peronismo había perdido la primera elección de su historia. Luisa tenía una biblioteca memorable, una paranoia que le venía de un padre empresario, ligado a actividades oscuras (la mafia, la P2, andá a saber), y un gato-gato, sin credenciales. No me pregunten por qué, no lo sé: Luisa fue la traductora de Dario Fo y Franca Rame, tras que la bomba asoló el teatro donde se presentaron en Buenos Aires. Un millar de personas, una luz cenital iluminaba a los autores, una lucecita la iluminaba a ella. Lo demás era silencio, incertidumbre, temor de que otra bomba reviente, con todos nosotros adentro.

Hoy, dos noticias han sacudido al mundo del arte. Dario Fo ha fallecido y a Bob Dylan le han concedido el Nobel literario. Hace unos años, también se lo habían dado al irreverente Fo. Me alegra lo de Dylan, no por el premio, sino por él. Celebro la memoria de Fo, no por la muerte, sino por él.

La historia de su visita a la Argentina post dictatorial no terminó. Tras el evento, Luisa corrió a pedirme un favor que, a su vez, se lo habían pedido Franca y Dario. El favor era juntar firmas en un petitorio donde se denunciaban las prácticas aniquiladoras que dominaban dentro de las llamadas cárceles de máxima seguridad existentes en algunos países de Europa, como Italia, donde se pudrían antiguos combatientes de las Brigadas Rojas, o Alemania Federal, donde se castigaba así a guerrilleros de la RAF, la Facción del Ejército Rojo. Desde ya, lo hicimos, junto a otros militantes de la JP, la Juventud Peronista.

Esos años, gastaba escuchando un discazo del sin igual poeta del rock: era una de las primeras grabaciones digitales de la historia y un concierto que Bob Dylan había ofrecido en el estadio Budokan, en Tokio, Japón. Era un disco doble, con un sonido extraterrestre y arrancaba con una versión de Mr. Tambourine man que te provocaba tanta alegría que te hacía saltar y gritar y sentir que eras feliz, simplemente porque esa voz desgarrada y esos acordes de la guitarra te demostraban que sí, que podías serlo, que la felicidad también era eso: un puñado de canciones, compartirlas con los amigos y soñar que todo era posible.

Con los petitorios y con las firmas, fuimos con Luisa y los compañeros a saludarlo a Dario. Terminamos tomando unos vinos con él, en una fonda. Apreció mucho el gesto que habíamos tenido, nos dijo que éramos valientes, esas cosas que se dicen entre compañeros de ruta y de lucha. Nosotros le contamos que la solidaridad era una sola y que en Argentina estábamos peleando por lo mismo: por la libertad de todos los presos políticos que seguían en las cárceles, a pesar que Alfonsín ya gobernaba.

Hoy, Dario Fo partió  para reencontrarse con Franca; no sé nada de Luisa hacen más de treinta años, los presos políticos argentinos fueron liberados, muchos de mis antiguos compañeros siguen intactos, con los ideales intactos, y el gran Bob Dylan está en todas las noticias, por el premio ese que le han dado. La vida sigue, como su música: tumultuosa, fértil, feliz.

 Pablo Cingolani

Buenos Aires, 13 de octubre de 2016