Jaime Saenz

A Jaime Saenz me lo encontré, en La Noche, en el año 2008 que viaje por segunda (y tercera) vez a La Paz con intención de escribir una novela que tenía a la noche definitiva en La Paz como asunto. Conocí a lamjuan Carlos Ramiro Quiroga que me presentó a Alfonso Murillo, y este a Ricardo Camacho y a Adolfo Cárdenas. En Cochabamba, también gracias a Saenz, conocí a Ramón Rocha Monroy que un año después me regaló todas las primeras ediciones de los poemas de Saenz.
Saenz, la noche, la muerte, el alcohol, la extrañeza de uno mismo, la ciudad como territorio de la erradica, más incluso que como espacio del merodeador (flâneur) en Imágenes paceñas… está en todos sus libros, tanto de poesía como de prosa, de Felipe Delgado a Los papeles de Narciso Lima Acha.

El Averno y el Callejón Caracoles (La Paz)

Al Callejón Caracoles, de La Paz, he vuelto de la mano de una publicación en red que trata del Averno, un antro clásico en el relato de la bohemia paceña, escenario de truculencias, crímenes, violaciones, del que habla Victor-Hugo Viscarra, El Vico, y otros escritores que en un momento u otro lo frecuentaron, Alfonso Murillo, que fue el primero que me llevó allí (al callejón no al antro porque ya estaba derribado), Ricardo Camacho, Ramón Rocha, Humberto Quino, gente de mi generación (quintos). En mis viajes a La Paz pasaba a menudo por su entrada porque estaba muy cerca del corazón del mercado Rodríguez camino de la León de la Barra, donde tenía un cocani estupendo, generoso y hablador (viejo, como yo) que vendía una hoja menuda de Yungas. El callejón estaba frente a los puestos de las floristas (y a un barbero nocturno y mala sombra) y a un paso de la casera que los sábados vendía un lechón asado maravilloso con camote, plátano, llajuita, y de un local del Ejército de Salvación de aspecto poco atractivo. En el otro extremo del callejón de empedrado muy irregular había una fragua ruidosa de martilleos en el yunque, en cuya negrura resaltaba el fuego o las chispas de la soldadura autógena. Flores, comistrajos al paso, ruinas, vendedores de lo inverosímil también (un gallo de pelea me quiso vender un borrachito), chelas heladas, panes como los de la infancia, que allí llaman marraqueta, pescados del lago, especias, broncas, borrachitos, aparapitas, caseras reñidoras o ensimismadas… Creo que el Callejón Caracoles y el Averno es un escenario de mi novela Diablada boliviana en donde alguien viaja mucho más abajo que el volcán de Lowry, hasta la cama del diablo de Tom Waits. Ese era mi barrio favorito de La Paz, entre la plaza de San Pedro (la cárcel más loca del mundo en donde entre a título de sobrino de un maderero gallego del Beni, a visitar a un político que llevaba preso no sé cuánto tiempo), el Mercado Rodríguez, el Uruguay y la Buenos Aires (diurna). Nunca me cansé de patear esa zona en la que algunos de mis amigos de entonces, gente mayor, veteranos de la revolución del 52, la de Paz Estenssoro y el MNR, no habían puesto los pies jamás. «Cuéntanos de tus callejones», me decían. Y les contaba, y se asombraban y reían con mis andanzas y encuentros. Cómo decir que echo mucho de menos aquellos días y aquellos viajes entre 2004 y 2017. Me siento baldado, acuciado por tareas pendientes y me acuerdo demasiado a menudo de un capítulo de Lord Jim, de Joseph Conrad
«Sus días de vagabundeo habían terminado, ya no más horizontes tan ilimitados como la esperanza, ni crepúsculos en selvas solemnes como templos, mientras bucaba fervorosamenteel País-Siemre-Por-Descubrir detrás de cada colina, al otro lado del río, cruzando el mar.»

Copio aquí el texto que me ha hecho volver sobre la huella de mis propios pasos:

El Averno

Víctor Hugo Viscarra para presentarse como relator del submundo boliviano escribió sobre lo que conocía; en su libro “Borracho estaba, pero me acuerdo”. Traza una cartografía marginal sobre el laberinto de las calles, mercados negros, las cantinas de mala muerte, lenocinios, cabarets y la cárcel, de personajes que funden sus almas con el alcohol barato, la delincuencia, y la marginalidad. Viscarra sobrevivía merodeando una ciudad de La Paz semiclandestina; la de antros fantasmagóricos como La Casa Blanca, La Curvita, Las Cadenas (con sus vasos y ceniceros encadenados a las mesas), El Pezón de la Mariposa, El Averno, El Abismo y El Volcán; cuevas donde los tragos servidos en latas oxidadas costaban centavos y la regla es amanecer muerto o, con suerte, desnudo.
Cuentan que en varios de sus relatos, Viscarra vaticinó su muerte antes de llegar a los cincuenta años (“Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”). El tiro del final se lo dio una cirrosis fulminante, que se lo llevó en mayo de 2006

Relato del Averno

«Es una de las cantinas con categoría, en sus buenos tiempos era una verdadera antesala del infierno, allí hubieron infinidad de asaltos, violaciones y peleas, atracos y uno que otro asesinato (…) Don Víctor, dueño de El Averno, se esmeró en decorar apropiadamente su local haciendo pintar en sus paredes escenas sacadas de la Divina Comedia”

Juguetes literarios

Me veo de niño mirando fascinado y atemorizado también, ese dibujo que ilustra el capítulo final de El coqueto don Sancho Sánchez (1938), libro del que he hablado mucho, sin saber ni quién era el autor del librico, Gabriel de Biurrun Garmendia (un amigo del abuelo boticario) ni el de las ilustraciones, el escritor falangista Ángel María Pascual, primo de mi tío abuelo Jesús Ayala (La nave de Baco)… runrunes de calaveras, diría Ramón Rocha Monroy… El esqueleto, la muerte, la huesera del cementerio del pueblo a la que se cayó el otro abuelo un día que fuimos a visitar la tumba del tío Bernabé y estaba la puerta cerrada, el viejo panteón familiar que me espantaba, las llaves de las momias… al final escribo de ella, de la que no tiene nombre, o por su causa, en estos amenes de un mundo que ha cantado con garbo un ítem missa est; escribo un «desbarre de difuntos varios», con un canguelo fatalista que no me importa confesar y sin más pretensiones que tener con él un puñado de lectores que acepten ese juego entre lector y narrador que tiene menos reglas que el guá o el hinque, porque juego es y no otra cosa. Una burla sombría, un desbarre literario ad sum de traviesos lectores. Una escritura como un salvavidas, algo a lo que agarrarse en tiempo de derribo como es este.

Raúl Lara Torrez (Me acuerdo)

Raúl Lara, Mariano Baptista Gumucio, me acuerdo… y no sé si debiera, pero en tiempo de despedida y cierre estamos y si no te acuerdas ahora, ¿cuándo? Al pintor boliviano Raúl Lara lo conocí en Cochabamba, en su casa-taller muy luminoso de Tiquipaya, en medio de su fantástica colección de arqueología preincaica y de objetos etnográficos preciosos, como las waka-waka que él pintaba. Fueron encuentros felices. En alguna ocasión con Ramón Rocha Monroy que tenía no sé qué cuentas pendientes con el matrimonio Lara porque no acudió a un almuerzo al que estaba invitado, y a una cena tampoco.
En otra ocasión fui a casa de Lara con Mariano Baptista (a quien está dedicado el cuadro que reproduzco), que se durmió cuando el pintor nos dio el pase del almacén de sus cuadros, muchos, demasiados, para que yo le escribiera el texto para un catálogo de una exposición antológica que se iba a celebrar en Santa Cruz de la Sierra. Nunca vi el catálogo y sospecho que mi texto no se publicó. Y es que la feliz amistad con el pintor terminó mal cuando me pidieron que apadrinara los estudios de ingeniería informática y turismo del hijo de la cocinera, en no sé qué país, creyendo que yo era un potentado, de modo que todas aquellas atenciones estaban orientadas a un fin benéfico. Hubo lío, ¿o no Ramoncito?, dijeron, se desdijeron y todo quedó en un malentendido, y para mí en muy mal sabor de boca que todavía dura, por mucho que me gustara y me guste su pintura, su mundo, su Van Gogh deambulando por las soledades mineras de Oruro, sus cholos de corbata y gafas de sol, sus buses, sus bodorrios, sus wacas-wacas, sus chinas Supay y sus «figuras» de diablada…
En los viajes vives episodios que te hubiese gustado no vivir y que dejas a un lado para que no te estropeen la imagen, el relato que a ti mismo te haces o, llegado el caso, que llega, te tomen la verdad de lo vivido por «jeremiadas» impropias del travel-writer que no eres, como decía aquel tramposete de pocos escrúpulos de Cochabamba, en la época en la que fue secretario de un jurado de premio literario amañado hasta el delirio, que fue «desamañado». Tiempo también este de liquidación de falsos afectos, por vinosos unos, por propios de Judas otros, y de ver en lo que de verdad hubo en lo vivido y lo que fue mera invención, decoración amable con objeto de que los episodios vividos a salto de mata fueran confortables y no del todo espinosos. Es lo que tiene vivir en un mundo imaginario. Bolivia… ¿Qué fue para mí Bolivia? No sé muy bien qué responder. Unos días una cosa y otros, otra.

El Bocaysapo y la noche (Edgar Arandia)

 

 

 Publicado en La Razón, La Paz, 26 de noviembre de 2017 

Por Edgar Arandia Quiroga

De una manera imperceptible, Chukiyawu Marka se desmarca de La Paz City y genera criaturas en sus rincones donde bulle luminosamente. En una ciudad que durante la mayor parte del año es fría, existen rescoldos cálidos que con el paso del tiempo se vuelven una minúscula patria. Nuestra generación tuvo dos: el Avesol y el Bocaysapo.

El primero, en la estrecha calle Goitia, paralela a la UMSA, era el espacio de reunión de literatos, pintores, dibujantes e intelectuales que compartían sus rivalidades y envidias, aglutinando pequeñas capillas para discutir siempre lo mismo y henchirse de zalemas mutuamente. En mi caso, cuando era expulsado de mi hogar, comandado por una señora feminista, cualquier noche, a cualquier hora, corría apresurado a ver la lucecita verde del Avesol que parpadeaba, como diciéndote: “Ven, aquí todo es cálido y están tus amigotes con quienes te consolarás de tus desdichas y no faltará una sonrisa femenina que se compadezca de ti y escuche tu teoría del comunismo indeterminista”. Era la salvación, porque en esa época te podías amanecer sin el peligro de que te asalten a la vuelta de la esquina.

Como todo en la vida, nada es para siempre, y el Avesol, luego de su agonía de carcancho sin presa, murió. Entonces deambulábamos por todos lados, buscando un nido acogedor donde juntarnos (como dice la paremia popular: Aves del mismo plumaje se juntan). Las aves estábamos dispersas buscando otra pequeña patria.

Hace 20 años, un mediodía coincidimos casualmente en la calle Jaén con Manuel Vargas, Adolfo Cárdenas y otros amigos. Allí también estaban Cayo Salamanca, músico y artesano; y Marcela Gutierres, escritora, quienes culminaban el trato para que un local situado en la parte lateral del Museo de Instrumentos de Bolivia, del maestro Ernesto Cavour, sea administrado por ellos. Ése fue el nacimiento del Boca en un edificio patrimonial del siglo XVIII.

Cada febrero, mes hembra, época de la fecundidad, abundancia y agua, asistíamos a la procesión del Sapo de Piedra que daba una vuelta por el casco viejo de Chukiyawu Marka. Cayo bautizó el local como Bocaysapo y lo convirtió en un lugar de prácticas rituales ancestrales para la Pachamama cada primer viernes de mes. Esto generaba un espíritu de hermandad, solidaridad y alegría sin límites. El resto es fácil imaginarse.

Cuando Cayo sacaba su gusano (como él llamaba a su concertina) y desgranaba la cueca Soledad, los parroquianos salían a bailar en un espacio de un metro, haciendo variadas piruetas que a nadie molestaba. Al contrario, eran animados por el público que ya era múltiple; con extranjeros que la pasaban espléndidamente porque no había prohibiciones de fumar, y uno salía en la madrugada como producto de una fábrica de embutidos ahumados. A veces había wallaqui para curar el ch’aquí.

Solo tengo noticia de un escándalo cuando un habitué, conocido como el Marimono, invitó a una despampanante vedette estriptisera, ocasionando un desbarajuste entre los libidinosos universitarios que quisieron echársele encima. Eso costó una clausura y otros problemas que ocasionaron visitas sorpresas de la Alcaldía y la Policía. Recuerdo que en una ocasión Pablo Ortiz, periodista de Santa Cruz, estaba haciendo una entrevista al escritor Víctor Hugo Viscarra, cuando fue interrumpido por la llegada de los agentes, quienes al grito de “¡Somos la autoridad!” revisaban a los parroquianos que supuestamente portaban “sustancias controladas”. Cuando llegaron dónde Viscarra, éste les dijo: “Yo soy la única autoridad aquí, ¡ustedes son afuera!”.

Son miles las historias que se tejieron en sus largos 20 años. Este espacio tenía un encanto que según Cayo era porque contenía el resumen de los cuatro elementos más importantes de la vida: “Tenemos el aire, el fuego con el que cocieron los ladrillos que antes eran solo tierra y que nos cobijan como un vientre; el agua convertida en otra cosa que nos abre los sentidos; y nosotros que estamos aquí”.

Al conjuro de la noche, la coca y el vino, se tramaron muchos sueños y también se derrumbaron. En el mural de Diego Morales, pintado en el Bocaysapo, estamos muchos cófrades, algunos ya son recuerdos; con el paso irremediable de los años, nos iremos volviendo memoria, porque nada es para siempre.

 

Por Dios, cómo echo de menos los días de La Paz, los amigos de allá: Ricardo, Humberto, Edgar, Adolfo… y las calles abarrotadas, los mercados, las cocanis…

Raúl Lara

Raúl Lara, pintor, boliviano, un recuerdo… Esa fue una buena relación que se vino abajo por un equívoco siniestro. Ramón Rocha Monroy sabe lo que pasó y tal vez lo haya olvidado, yo casi. Yo no tenía dinero para apadrinar a ningún estudiante y pagarle los estudios superiores. Tampoco conocía a nadie que pudiera hacerlo. Ni era ni soy una ONG. A Lara  lo conocí en su preciosa casa-estudio de Tiquipaya, un barrio de Cochabamba, en la que estuve varias veces invitado a almorzar o a tomar algo. En una ocasión vino a buscarme a mediodía  a mi alojamiento de la calle Lanza  para llevarme a su casa y en la recepción coincidimos con los K’Jarkas que (vejestorios) salían después de una noche muy larga de trago y farra dura que había durado hasta entonces. Iban ciegos y le confundieron con un escritor y a mí con un pintor, estaban besucones y con las narices muy tocadas. La última  vez que estuve en su casa fue viendo un pase de cuadros junto a Mariano Baptista que medio se durmió aburrido y eso que en su casa paceña tiene un buen cuadro de Lara. Se trataba de  escribir un texto para un catálogo de una exposición que iba a tener en Santa Cruz de la Sierra. Me dijo que me iba a hacer un retrato. No hubo ocasión, tampoco vi nunca el catálogo para el que le escribí aquel texto. Hoy, que repaso cuadros suyos, pienso que me quedó con su bonhomía (un hombre bueno) y con su arte. Solo que el tiempo pone las cosas en su sitio, salvo que las edulcores, y francamente se me han ido pasando las ganas de poner en escena lo vivido para contentar a quien me lea. Las cosas como las he vivido.

Ese cuadro, La Pérez Velasco (o La Pérez a secas), inspirado en esa plaza o encrucijada paceña por la que pasas a poco que merodees por sus calles a la husma. Toda la vida paca pasa de una manera o de otra por ese lugar. Eso sí, mejor lo hagas de día que de noche, porque de madrugada y por mucho bombillón que haya es un lugar de bronca, eso que los bolivianos llaman pesado: choros, chupacos, putas, travestis, pichicateros… A mi amigo el poeta García le han dado en ese lugar varias pateaduras. De día hay gente al ojeo, vendiendo comistrajos, esperando quién sabe qué, en pose de como quien no hace nada, bajo ese sol del altiplano que no calienta pero quema.

¡Ánimo cabrones…!

El año empezó con nieve que cubrió el valle de madrugada y dejó luego momento hermosos. El Pablo Cingolani desde las montañas bolivianas envió en escueto mensaje de ánimo, «vamos che!», acompañado de esa imagen de Villa y su leyenda que sea o no apócrifa, está bien. La de ayer fue una noche rara, ni cohetes, ni petardos, ni disfraces, ni luces en las ventanas. Le puse una vela a mi ñatita, encendí una astilla de palo santo (contra la inbidia) y me acordé de los amigos que están lejos, en Chile –qué tristeza tú carta de ayer, Adolfo, no somos conscientes del drama que se está viviendo en Chile, que vida tan dura la vuestra–, en Bolivia, en Colorado… Monté unas miniaturas de obra de casa en construcción que compré hace unos años en la feria de Alasitas de La Paz, e hice challar por yatiri, para ver si acababa de dejar el bulto de una vez en alguna casa que mereciera ese nombre. El año pasado, en este día del agua nueva, el de Jano, no tenía la menor idea de dónde iba a acabarlo ni cómo. Veremos este año, estará más feo, seguro, porque los trabajos cada vez se hacen más cuesta arriba… «¡Plata y miedo nunca vamos a tener!», decía con entusiasmo mi añorado Ramón Rocha Monroy, cada vez que se tropezaba con un obstáculo, lo que le ha sucedido demasiado a menudo como para  tirar una toalla que no ha tirado nunca. Pues eso, ni plata ni miedo, nuevos libros, novela, ensayo, memorias de confinamiento… como para perder el tiempo estamos… ¡estamos listos!

Inocentadas bolivianas

DzC2gdvWsAArk7E.jpg-largeHoy, 28 de diciembre, día de los Inocentes y las inocentadas, y al hilo de los turbios tumultos bolivianos, me estoy acordando de la cabronada que me hizo aquel miserable de Pedro Camacho, cochala y editor de la Kipus, y del lameculos de su yerno que sus dioses de pega confundan… ¿Te acuerdas Ramón Rocha Monroy? Yo sí.
De la manera en que se hizo con la imprenta que le masismo engordó de mala manera, se habla en otra parte.
Pena, para algunas cosas tengo el olvido difícil. Sé que aguanto mal las mentiras, el faltar a la palabra dada, la burla, el ofrecer oportunidades que son engaños… Esto que digo los tramposos genéticos no lo entenderán jamás.
Claro que también me he acordado de que la peor herencia que dejaron los españoles en Bolivia (1821) fue la propensión a la corrupción, la mentira y el abuso… Me lo dijo el sobresaliente ensayista H. C. F. Mansilla, una tarde que nos encontramos sobre la Villazón, muy cerca de la plaza del Estudiante… Estaba presente Alfonso Murillo… Nos reímos mucho. Hoy me río menos, porque todo lo relacionado con ese país me produce una tristeza demoledora.

Y de paso, y hablando de inocentadas, también me he acordado de aquella pareja de bellacos, Marcel Ramírez Soruco y el alborotado de Willy Camacho, de la editorial paceña 3 600, pero eso no tiene otro remedio que recordarlo por escrito, cada cierto tiempo y publicarlo, pero en papel, en papel, con todo lujo de detalles. Todo se andará no, todo se está andando en el diario del año 2017 titulado Tábula Rasa…  Cuando los granujas, a las cabronadas les llaman «malentendidos», es para partirse el culo de la risa.

A mi amigo Miguel (Ramón Rocha Monroy en Facebook)

A mi amigo Miguel
Cada vez que voy a La Paz desvío mi recorrido por los rumbos que frecuenta un amigo de Navarra, es decir, del Cementerio a la Illampu, a comprar buena coca, y luego calle abajo o sigo por la Sagárnaga hasta San Francisco.
Es curioso que siendo boliviano frecuentaba la zona sur, pero por seguir los rumbos de mi amigo Miguel ahora puedo decir que conozco La Paz profunda, donde encuentras cosas insólitas como aquellos restaurantes de comida kosher que tienen menú en hebreo y valerosos paceños y paceñas que hablan en ese idioma curioso para hacerse entender.
“A Bolivia no vengo por turismo, vengo en peregrinación”, me dijo Miguel Sánchez-Ostiz, escritor navarro, en su séptima venida a nuestro país. Recala en Cochabamba pero no sabe en qué momento ir a La Paz. Se conoce de memoria los mercados, los recovecos pero sobre todo los rostros aymaras que pueblan las miles de fotografías que ha tomado. No es fotógrafo, pero si uno revisa su blog encuentra las ilustraciones más sugestivas de los mercados bolivianos que acompañan su bitácora escrita (vivirdebuenagana.wordpress.com).
Este culto es común entre chukutas; son en cambio contados e ilustres los hermanos de otros países que aman el nuestro y no por sus paisajes sino por su gente, no la gente blanca sino la originaria que habita en los mercados cocinando manjares para estómagos recios y paladares abiertos. Mirar nuestro país con otros ojos y prestarle oído al fraseo cotidiano y popular hacen del blog de Sánchez-Ostiz una lectura intensa y deliciosa, tanto en las veredas navarras del valle de Baztán, donde vive, como en La Paz y Cochabamba, pero en sus sitios más auténticos y populares.
Miguel publica las fotos de dos ancianas y dice, por ejemplo: De entre los cientos de coqueras callejeras o no, de los alrededores de los mercados paceños estas dos, una de la calle Gallardo, frente a la salida de camiones de carga y pasajeros, y otra de la Segurola, junto a las vendedoras de entrañas y despojos.
O bien publica la fotografía de un viejo vendedor de hechizos y comenta: Como cada día que callejeo por los mercados paceños, de regreso he ido al callejón Jiménez a tomar un café al Pepe, un cafetín agradable, frecuentado por mochileros y por ex soldados israelís, raro en ese entorno de artesanías industriales, gringos de parranda, yatiris de buena y mala suerte. Ya no existe. He preguntado. “Se han ido”, me han dicho. Conocí a su dueño hace nueve años. Ahora es un comercio de artesanías. A cambio me he encontrado a ese vendedor de amuletos en un callejón que corre a un lado del mercado Uruguay, entre la Segurola de los maleantes que todavía montaban guardia mañanera y la Max Paredes de la quincallería de menaje, el barullo, la polución, los bocinazos… La Paz para mí inagotable.
Carpe diem: allá va Miguel por las calles de La Paz, a paso infatigable, y yo lo sigo por los mismos rumbos. Miguel observa y escribe: Lo que si estoy viviendo es la indignación de los bolivianos que, en tu calidad de español, te hacen participe de su indignación, de la manera más cortés o más hostil. No es grato. Tú no representas a ese país, ni a su repulsivo gobierno, no vives de la gorra rojigualda y de su pesebre… pero. Y en esa situación mostrar tu propia indignación cuenta poco porque suena a querer escabullirte de una situación bochornosa y solo eso por mucho que pienses que el tuyo es un gobierno autoritario y encima lacayuno de los intereses norteamericanos que ha permitido una y otra vez desprecios a su soberanía. El titular del editorial de El País, “Trato intolerable”, parece decir mucho, pero aparte de ser certero, no acaba de redondear una condena que tiene responsables políticos, por esta ha sido una decisión política que desenmascara una actitud de prepotencia hacia latinoamérica y de sumisión de Estados Unidos. Las negaciones del ministro de Exteriores son propias de un trilero. No me extraña que aquí, por precaución, los mangueros rojigualdos hayan cerrado sus oficinas.
Ha traído un libro de Michel Onfray, nuestro filósofo de culto, que titula Teoría del viaje, y cita: Sigo con Onfray, en las páginas finales de su Théorie du voyage: “Algunos regresan de manera compulsiva a lugares ya visitados, reencontrando costumbres de sedentarios en el corazón mismo de la experiencia nómada”. Cierto, soy de esos, no me importa confesarlo. Y si lo hago es tal vez porque lo que busco en esos viajes no es satisfacer una pasión, ya vacilante, por “lo nuevo” como fetiche intocable, lo exótico o, como él dice, la “extravagante belleza” ni ese exótico expresionista de “lo otro”, tan falso, tan manido, tan mendaz en su discurso humanitario. Sé que en esas idas que son regresos, me pierdo algo, en algún lado, pero eso es tan continuo y desde hace tanto tiempo que ya forma parte de mí y de lo que escribo. Algo ha podido ser y no ha sido. Cuando se tiene el sentimiento intenso de que la vida está en otra parte, como escribía un Tabucchi embriagado de saudade, eso no tiene remedio. Sé algo más, que si no he terminado de escribir Las puertas de Valparaíso, ha sido por dos motivos, uno porque siempre he pensado que iba a regresar y que en ese nuevo viaje iba a ver y vivir lo que no había visto ni vivido en mi anterior viaje, y otro, que dar por terminadas esas páginas iba a ser cerrar por las buenas y para siempre unas puertas, una puerta que había tenido abierta. Viajes cerrados, libros abiertos… Y volver, volver… ¿A qué exactamente? Me temo que por mucho que me esfuerce no voy a dar con una respuesta satisfactoria. Entre tanto me engaño como puedo, emocionado, entusiasta, en ruta. Y al fondo, el verdadero argumento de la obra y uno de los vientos del viaje: el Tiempo.
Es la víspera de su llegada a Bolivia. Pasará cinco días en Cocha y luego a La Paz, a talonear hacia arriba porque es el mundo que le interesa. ¿Qué tiene La Paz para merecer semejante atención de un navarro?
No pensé hallar en un navarro tanto cariño por mi país, pero particularmente por La Paz. Recuerdo que escribí una nota larga sobre Jaime Saenz, para presentar la última edición de Felipe Delgado por Plural Editores y entonces Miguel escribe: De hecho si viajé en 2008 a Bolivia desde Chile fue para conocerle, porque había leído un artículo suyo sobre Jaime Sáenz que me había gustado mucho (al año siguiente me regaló todos sus libros de poemas en primeras ediciones).
La Paz ejerce una atracción, un magnetismo, una fascinación especial en quienes la visitan, lo mismo del interior del país que de otros países. Unos se inclinan por el paisaje, pero otros saben ahondar en la condición humana, y entonces la atracción es irresistible.

 

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