Lecturas: Paul Morand en su diario de guerra.

Paul Morand en su Diario de guerra, 1939-1943, hablando, con desparpajo de diario íntimo y voluntad de póstumo, de un criado que llevaba en su casa parisina y que se despide (mayo, 1943) porque en su Bretaña natal no hay nadie para cultivar las tierras: «La partida de este viejo criado, cruce de gorila y de sacristán, es a la vez una bendición y una catástrofe. Lo reparaba todo en la casa, conocía todas las buenas direcciones del barrio, defendía nuestros intereses, conocía todos los chanchullos, denunciaba a los inquilinos. Era sucio, lento, borracho. En resumen, irremplazable.»
Leo desde hace días las más de mil páginas de ese Diario de guerra, tomo notas, subrayo pasajes curiosos –un almuerzo en Madrid, en 1943, con Sánchez Mazas y Foxá, su amistad con Lequerica– y episodios políticos y sociales nada honrosos (la censura de libros y películas, la llamaran como la llamaran), de una cuquería de tramposo profesional la de aquel consejero íntimo de Pierre Laval, entre 1942 y 1943, el desgraciado presidente del gobierno de Vichy, que conservaba como un tesoro dos cartas del general Franco que le agradecían todo lo que había hecho por él y su guerra y que le fueron robadas en España antes de ser entregado por el del Pardo a los franceses y fusilado.
Leo ese diario y pienso en lo mucho leído de y sobre Morand desde aquel Ouvert la nuit, encontrado en el derribo de Negrillos a finales de los setenta y estoy con el crítico Jérôme Garcin cuando hace dos años titulaba de esta manera un artículo sobre la última biografía de Morand: «Paul Morand: una vida altiva, venal, vil, transformada en novela cautivante». Se refiere a la magnífica biografía de Pauline Dreyfus en cuyas páginas aparece ese Morand tan amado por los mansos españoles, absolutamente acríticos, encubridores de la infamia, cómplices también de esta: «Mucho antes de ser detestable, fue francamente antipático. Primero de manera precoz, luego con tenacidad. Desde muy pronto, Paul Morand, sacrificó todo a sus placeres, sus intereses, sus caballos, sus ambiciones y su triunfo social. Si execró tanto a sus contemporáneos, a los judíos en primera fila, a los homosexuales, a los comunistas, a los francmasones y a la gente corriente, irrelevante, fue porque solo se amaba a sí mismo»… racista, xenófobo, avaro, misógino, un cínico de marca, todo un personaje novelesco pues.

No creo que se pueda separar, en ningún caso, la obra de un autor entre los que nos conviene para acomodar el resultado al gusto de una época a su corrección política y lo que no. Morand es Venecias y sus ensayos sociales y políticos en lo que restalla lo vomitivo. Con Céline pasa lo mismo a nada que se le estudie en profundidad.

La fotografía es de Man Ray, el retrato, es un esbozo de Jacques-Émile Blanche

Balzar, Hallier y otros

La librería Compagnie frente a la brasserie Balzar, el púlpito de Jean-Hedern Hallier (1936-1997) y sus panfletos, sus broncas tremebundas (la voladura del apartamento de Regis Debray, la pasta del MIR chileno), eso leía en sus diarios y atropellos autobiográficos –dudaba Herralde si traducirlo ya en los noventa, a la muerte de Hallier–. En la librería encuentro la correspondencia Chardonne/Morand, en tres gruesos volúmenes. «Somos una pareja de anarquistas conservadoras», escribe Morand con desvergüenza. No, una pareja de reaccionarios sin recato.  De esa correspondencia sobre la que pesaba el secreto de no sé cuántos años, me quedé harto en el primer volumen. Cojo sin embargo su diario de guerra lo abro y me voy quedando asombrado de la mentalidad colaboracioncita del diplomático. ¿Pensaba que le iban a dar algo, qué, un tiro? En cuanto olió la chamusquina se buscó la manera de que lo enviaran a Rumanía a recuperar la fortuna de su esposa y buscar la radio clandestina que la resistencia tenía escondida en la embajada de Bucarest. Y eso que Morand no iba a ser de los diez primeros en perder la cabeza, sino de los cien. Eso al menos le dijo Céline. En Morand, hay un personaje con coches de carreras, caballos, viajes, vida de gran mundo, y hay otro, que es el mismo, reaccionario hasta la nausea, racista, clasista, y que Cazale y cía ignoran  porque quieren y les conviene. Con los fascistas españoles pasa y pasó lo mismo. ¿Y yo qué carajos hago en todo esto? Bah, viejos entusiasmos bobos de cuando la obra de Morand casi entera estaba en el derribo de la biblioteca de Negrillos, salvo alguno dedicado por ejemplo a Madame Otto Abetz, que compré en las Pulgas.

         La librería «de Álvarez» (porque fue donde le vi hace años), en realidad De Cluny, en la place Poinlevé, estaba abierta aunque se anunciara cerrada. En los cajones de fuera mucha morralla, aparte de un Violette Leduc (la camarada de mercado negro de Maurice Sachs) y el ensayo sobre Céline que estaba destrozado. El interior bajo mínimos y la librera a la vigilancia, a interceptar la salida, como el hideputa gonorrea de Vignes, no fuera ser que robáramos alguna mierda, se notaba demasiado, otra merdellona, vaya por Dios, qué pintas tendré.

Sueños de despierto

Cadavedo, Asturias, un horizonte para el último tranco, encuevamiento y vagabundeo. En el encierro del confinamiento no es fácil estar a lo que se celebra, si es que todavía tienes algo que celebrar entre manos, y tiendes a soñar con los ojos abiertos hasta la extenuación –agotadores sueños de despierto, escribía Paul Morand en algún lado– , como el preso que soñara que horada un túnel que le va a llevar lejos y sobre todo fuera.

El tiempo de los alabos

P70«Entre los españoles, lo digo sin sonrojo, prefiero a mis paisanos Unamuno, Otero, Ibernia y a los dos Sánchez (Mazas y Ostiz).»… ¡Atiza! Esa sí que es buena y la tenía olvidada, pero está en la revista Calle Mayor, de Logroño, la que hicieron De la Iglesia, es decir el poeta Ibernia, y Martínez Galilea, y otros, en los eitis, los gloriosos eitis, tiempos, aquellos… No es ese el único poema dedicado, luego las dedicatorias desaparecieron, paf, y con ellas cualquier atisbo de benevolencia, y dejasteis de ser «paisanos», y apareció en escena la mala entraña. Cada cual tomó el camino que mejor le convino o supo o pudo.
Lo dice Michel Deon, en el prólogo a la correspondencia de Paul Morand y Jacques Chardonne: «La amistad entre los literatos esconde insondables misterios. No progresa más que sobre arenas movedizas.– Olvidar y acordarse solamente de los momentos de gloria est el onceavo mandamiento en el planeta de las Letras».