El diario de un divorcio

El de la imagen fue un 19 de octubre del 2018. Acabábamos de tomarnos un espléndido aperitivo de Marsala en Lhardy, seguido de un par de medias combinaciones clásicas «para postre» (que decía Ayanz), en honor del difunto Abliticas, que era muy aficionado al brebaje y fue méndigo parisino y terminó tirando su herencia por una de las ventanas (o por varias) del Georges V (avenida del mismo nombre, proustiano total). Aquel día, con Claudio nos vimos del revés en unos de los espejos del callejón del Gato y recordamos a Valle en sus esperpentos, pues que otra cosa se puede escribir en este tiempo de mugre. Pasamos por la librería de Manolo Gulliver, almorzamos codillo en el Terramundi y recalamos en el Café Gijón de los camareros matones. ¿Se puede contar todo? Ni en broma. Lo sabía bien Thomas Bernhard y el propio Céline lo dice en Guignol’s band.: «Bien sûr que je vais pas tout vous dire!» Claudio acababa de no sé si divorciarse o de quedarse por completo solo (que no es lo mismo aunque lo parezca), con esa noche insomne que lleva a cuestas desde mucho, desde sus primeros trabajos americanos de espaldas rotas más que mojadas, esa noche y ese insomnio que hace de pentagrama de sus textos autobiográficos con poca llajua de ficción: bastante tiene con lo vivido, y le sobre, y tiene cuerda para rato. Claudio vació y desbarató su casa, libros, tejidos andinos, máscaras… entiendo bien su fijación con las Punu porque son máscaras de muerte. El muladar, la oscuridad del guardamuebles, los regalos que son liberadores y despedidas… Airé, airé, a veces hay que coger aire y volar. Lo cuenta con detalle en un libro que le van a publicar enseguida unos repulsivos maleantes paceños, lameculos de la Embajada española. Claudio dejó una vida atrás y se echó al viaje, de Colorado a Kiev, pasando por Oporto, Madrid, Roma… el mapa del viaje está en su libro, con toda la gente encontrada por el camino, la historia, los escenarios que hoy son de guerra mundial, las páginas leídas y las cosas vistas en el pateo de las calles, los comistrajos y platos contundentes, las zahurdas donde se echó a dormir, los amores de viajero que sueña con abandonar el bulto en algún rincón y quedarse, ya, para siempre… hasta luego, me voy, que tengo que irme, la página me espera. Inquietudes. Envidia. Malsana. No hay otra. La suya es una forma que me resulta inimitable de relacionar todo lo visto, vivido, olfateado: lecturas, comidas, músicas, bebidas, películas, gentes, del pasado, del presente, don naidies de los arrabales… pura vida que le dicen. Me resuenan versos de Blaise Cendrars cuando rememora las gentes y los países (los que le vieron como los que no) en una época de frío y oscuridad. Con seguridad estoy hablando del mejor libro que se va a publicar este año en Bolivia.

Baroja y las americanas

 

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Es Carlos García-Álix el autor de ese cuadro, propiedad hoy de un librero madrileño. García-Álix es nieto de Miguel Pérez Ferrero y el cuadro evoca el ambiente de la Ciudad Universitaria de París en cuyo Colegio de España estuvo refugiado Baroja entre 1936 y 1939. Hace expresa referencia a un pasaje, bastante repetido, en el que Baroja se refiere a las estudiantes norteamericanas dipsómanas y muy libres de costumbre, pues hasta bailaban con algún negro, algo que le parecía reprochable.

El cuadro de García Alix estuvo expuesto en mayo de 2018 en el Consulado de Francia en Madrid, en la exposición Españoles sin patria.

Ver Miguel Pérez-Ferrero en Cómo era Pío Baroja 

Rafael Romero Calvet

Rafael Romero Calvet que «dibuja la máscara nocturna de la ciudad», dibujante-ilustrador del que mucho me ha hablado Manolo Gulliver, que le tiene devoción. Otra vida trágica que terminó en un manicomio donde fue recluido muy joven. Lo bueno que tienen los amigos que saben más que tú (u otras cosas) es que te muestran territorios que desconoces y te invitan a asomarte a ellos.

«Un recuerdo para este singular amigo, Romero Calvet, que murió cuando ya no estaba yo en España. No sólo era un gran dibujante, sino también u autor de rarísimos cuentos, heridos por el aletazo de la locura. Y por cierto que había locura en sus ojos, orbes redondos llenos de sueño y sueños. Creo que no pudo conserva rla razón hasta el finnde sus días: sabía demasiado, estaba en el secreto, veía más allá de nuestras fronteras habituales…»

Alfonso Reyes en «Historia documental de mis libros»