«La navaja de escribir…» Algo así me dijo Rafael Chirbes la primera vez que hablamos: hay clases sociales (y no solo en Madrid) en las que solo se puede entrar a punta de navaja. La navaja, ni siquiera el bisturí, eso lo dice todo.
Ramón, «psicólogo de las cosas» que vivía cerca «del manicomio de los libros viejos», en un escenario abigarrado, no muy higiénico, en opinión de reyes, mezcla de todo lo habido y por haber, de lo muerto y dejado de lado, de lo recogido en el arroyo del Rastro y de lo llegado de muy lejos: las casas de los muertos, los carros de los traperos…
«Ramón: Hijo de tu pueblo, golfo intelectual de la villa y corte: bajo la gorra sospechosa de tu ironía, te veo escabullirte, saltando sobre el «Carolus» de la calle empedrada, con la navaja de escribir en la mano. Solo tú sabes por dónde se está desangrando, gota a gota, el corazón de Madrid».
Alfonso Reyes, enero de 1918, casi en la época en que lo retrata Diego Rivera en compañía de sus libros mayores.
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