«Aeterne pungit, cito volat et occidit» Pereda y los caballeros

Ayer pasé por la Academia de San Fernando para ver un cuadro al que me he referido muchas veces, El sueño del caballero, atribuido desde hace mucho a Antonio de Pereda. Una visita ritual. De hecho, en 1987, escribí un largo poema titulado «El otro sueño del caballero». Sombrío. La leyenda del ángel referida a esa flecha del tiempo que «Eternamente hiere, rápidamente vuela y mata», está en el título de mi novela La flecha del miedo, mezclada con unos versículos del salmo 90 del oficio de Completas que tuve ocasión de escuchar a diario todas las veces las veces que me refugié en el monasterio benedictino de Leyre para escribir alguna de las novelas que me traía entre manos: No temerás el espanto nocturno,/ ni la flecha que vuela de día. Ayer le di vueltas a la leyenda que exhibe el ángel y que habla de la brevedad de la vida y de la certeza de la muerte, creo que «Desengaño del mundo», forma parte del título. Una animación. Y le di vueltas porque, por mucha certeza de la muerte que tengas, y más en este tiempo de «congojas del presente» (Ernst Jünger), el caballero sigue durmiendo poco menos que a pierna suelta y no pierde ocasión de echar mano feliz de los dones de la existencia que pueda, sin inquietarse de la fúnebre advertencia o tal vez por su causa (los caballeros de furiosa parranda de peur de mourir), o porque el vivir es una escorredura a brazo partido que no entiende de místicas. No me arruinó la comida en una estupenda casa de comidas de la calle de Argumosa y, ahora mismo, la leyenda que tanto me gusta no hace sino meterme prisa en lo que de verdad me da vida… ¡Airé!, como decía Moratín que gritaban las brujas de Zugarramurdi.

De hecho no es ese el único cuadro de Pereda al que me he referido en algún poema o novela, también está la Alegoría de la vanidad, que está en Viena, y tiene la leyenda «Nil omne» (Todo es Nada) que a mí me viene muy bien como ritornello de la marcha de una carreta fantasma (Duvivier y cía). A ese cuadro yo lo llamo «la vanitas de las siete calaveras» y lo emparentó a un viaje fúnebre de (mis) siete tíos (Cendrars) y algunos más, en el que venía ocupándome antes de que empezara la guerra.

Alabança de Aldea…

A ratos tengo mis dudas de que esas páginas del obispo de Mondoñedo fray Antonio de Guevara, tan ponderado como gran fabulador burlesco por Álvaro Cunqueiro, que en mi ejemplar el tiempo ha convertido en hojas secas del otoño, no pasen de ser una curiosidad, una rareza, algo propio de una época invisible por mucha murga que se dé con los emboscamientos y los retiros. Desertar del ruido, dimitir del escalafón, dar el portazo… ¿por cuánto tiempo? Thoreau aguantó dos años en Walden –pasándose habitualmente, acicalado, por su pueblo para recoger los chismes del día y recibiendo uno detrás de otro a todos los peregrinos que se le acercaron–. ¿De qué aldea podemos hablar hoy? Lo ignoro. Leo de Jünger en Wilflingen, donde llevó una vida propia del hidalgo/Hoberau/Reiter estudioso que no le impidió recorrer el mundo empujado por sus cazas sutiles o sus curiosidades inagotables. Lector de místicos y viajero peregrino de misterios lejanos. No eres Jünger, no eres más que uno más en medio de un barullo fenomenal casi sin remedio y sin otra alternativa factible que la de sobrevivir sin encarnar papelones que te caen grandes… ¿La Aldea? No hagas ruido.

¿Y Cunqueiro? Sí, en su Aldea natal, retirado de la Corte de Madrid, por la fuerza, porque allí pasó algo que ignoro y que no hizo sino engrandecer su leyenda con episodios pícaros, y le empujó poco menos que a vivir durante unos años de matute en la rebotica de su familia en Mondoñedo (así contaban hace mil años); años de soledad y silencio, lo que le permitió crear una obra fabulosa.
¿Y la Aldea, Mondoñedo? Ah, sí, en su artículo «En Mondoñedo por San Lucas» (1950) escribe:
«Ahora tengo en los ojos toda la melancolía y en el oído todo el silencio de Mondoñedo. Sobre todo, el silencio, gozos y casi táctil, en el que mansamente decantan las horas. Impone una pausa a la vida. Aquí, aun en plenas ferias y fiestas, se puede uno a ver crecer el silencio: literalmente, a ver crecer la hierba. Ser connaiseur de silencios paréceme uno de los más altos grados de la sabiduría humana: el silencio es un producto de la cultura, como la soledad. Yo reputo a Mondoñedo como una escuela de silencio, tan ilustre como Verona».

Está en el aire…

Hace días que el otoño viene anunciándose en la espesura, de manera sutil sobre todo. De lejos se advierte un cambio en el color de las hayas, un matiz que va del verde al amarillo. Los viejos castaños son más rotundos y están cuajados de frutos. Hayas, sí, la madera que quemamos en nuestras casas, mal que le pese al hijo de la trampa y la tramoya (me acuerdo… y no sé si debiera), que de manera airada me dijo que era mentira. Sigo. El camino que hemos cogido esta mañana atraviesa un bosque de castaños supervivientes de una epidemia. Son colosales, como algunos robles también supervivientes de fuegos y talas. Por una razón u otra, estas últimas están siendo semanas sedentarias y no he salido apenas de casa. Mal asunto. Por mí lo digo. Los trabajos bien, pero no es eso. Esas horas de andar y de respirar y de mirar con detenimiento un tronco, un helecho que crece en un lugar improbable, el brezo en flor, de escuchar el correr del agua, no tienen precio… No es gran cosa, con eso hoy día no seduces ya a nadie –o casi… ahí están los conjurados–, qué le vamos a hacer, pero de tu bien vivir se trata, y de compartirlo.

La admirativa exclamación «¡Yo aquí que a gusto viviría!» es un clásico de los paseos rurales. Quienes lo dicen es más que posible que no aguantaran una semana en esas soledades. Una cosa es el mito Walden y otra la verdadera soledad, el apartamiento, que es duro, y más que paz provoca trabajos en los desvanes y mucho murciélago. La soledad y sus fantasmas. Una cosa es aborrecer el mundo en el que vivimos y sus formas de vida cotidiana, y otra pegar el portazo y largarse al bosque, sin pantallas y sin redes sociales en las que vivimos del todo atrapados. Una cosa es el emboscamiento del que habla Jünger y otra llevarlo por completo a la práctica: te dan caza enseguida, hagas o no de paco asilvestrado.

Nabokoviana

Un personaje (sombra) de alguna de mis novela dijo aquello de que se había gastado mil duros en libros sobre mariposas y se iba a hacer como Nabokov, tal vez fuera uno de mis alter egeos que disputaba sus guasas de Augusto con el Cariblanca, su doble… Habría sido en los años setenta y comienzos de los ochenta, cuando hubo pasión por Nabokov. Yo la tuve, de la mano de un amigo de entonces que hace un tiempo me pidió que no hablara de él en mis recuerdos (Viaje alrededor de mi cuarto). Quedará así, fundido en negro, aunque mucho contara en mi vida y en mis lecturas de aquellos años, y hasta en recuperar mi afición a la montaña y las caminatas. Le estoy agradecido. Me he acordado de él esta mañana cuando hemos pasado por unos caminos que estaban plagados de mariposas, modestas si las comparo con los enjambres que vi por las orillas del Beni, en Cachuela Esperanza. A Nabokov creo habérmelo leído entero en aquella época, tanto en castellano como en francés, y raras veces he vuelto a sus novelas y ensayos. Me falta aquella edición española de Barra siniestra, cuyo paradero ignoro (de forma involuntaria), aunque me acuerde ella cuando trato de ilustrar alguna crueldad policial gratuita. Nabokov contó mucho más en mi vida de escritor que el de las zapatillas de amortajado. De mariposas a día de hoy no sé nada y lo de la caza sutil, al modo de Jünger, no se me da bien. Cada cual en su mundo, admirable el de los dos autores citados, el mío es como es… no se pue contimparar, canta como puede el avejentado Augusto que sestea a mi sombra.

Dar señales de vida

En alguno de sus diarios escribía Ernst Jünger que por estas fechas escribía a todos sus amigos y conocidos, desde los tiempos de las trincheras de la PGM, si todavía quedaba alguno, y de ese modo enviaba (y recibía) señales de vida. Ahora sería raro hacerlo y no solo porque vivimos todos a la vista de todos y nuestro mutuo alcance y sería raro que no supiéramos anda los unos de los otros, incluso en este tiempo de reclusión y encierro que va a más. No nos hemos dejado de ver. Ya hacía tiempo que nos veíamos más en las redes sociales que cara a cara. ¿Y escribirnos? Eso es ya muy raro. Hasta el tono y la forma han cambiado. Pasó el tiempo del cartero y el de los e-mails incluso. No tenemos mucho que decirnos ni de lo público ni de lo privado que nutre nuestras exhibiciones cotidianas. Nuestros gustos y disgustos están en el aire. ¿Amigos lejanos? Compartimos noticias casi a diario… ¿Damos señales de vida o hacemos ruido y en el vivimos?

La tentación de Demócrito, por Michel Onfray

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El bosque de Demócrito, según Corot. El bosque de los banidos, forajidos y fuera de la ley… en la línea del emboscamiento de Jünger, que fue traducido al francés como «Tratado del rebelde» (1951).  No hay quien no piense ser uno de ellos, aún participando de hoz y de coz en la gallera, ejerciendo de rufián de  putero, cómplice de vilezas y atropellos o de matón virtuoso.

Traduzco a la carrera un mínimo fragmento de la obra Michel Onfray  Le Recours aux fôrets (La tentation de Démocrite), un monólogo lírico puesto en escena, en 2009, en la Comédie de Caen, en el Festival Les Boréales… Una demostración más, por parte de Onfray, de que no es imprescindible la gran ciudad para poner en pie obras de creación de calidad indiscutible. Hacer de lo local algo universal, desarrollar lo universal desde lo local: una de las tareas de Onfray y de sus éxitos indiscutibles, llevado a sus sugerencias políticas: revalorizar los valores generales en lo local frente a lo que solo es universal de nombre.

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He visto a los antiguos revolucionarios
Vente años más tarde construir un mundo
peor que el que querían destruir
Colaborar a las más lamentables sociedades
Revolcarse de alegría en lo que ayer se meaban
[…]
Les he visto decir además que habían permanecido íntegros
Que no habían traicionado
Que solo los imbéciles no cambian de ideas
(La idea revela con seguridad al imbécil)

IMG_0031.JPGMe resulta obvio que Onfray hace referencia a los «clérigos» o Espartacos que en cada momento ostentan con auctoritas destemplada el dogma, el decálogo, la verdad y la razón, el manual de instrucciones… y a cómo envían a los infiernos a los amigos de ayer «Seguros de no tener ya testigos de sus chaqueteos…»

Y sigue Onfray ofreciendo su tentación de Demócrito, festejado filósofo materialista del que solo quedan fragmentos y la leyenda de su risa.
Demócrito, gracias a la herencia paterna, recorrió el mundo y a lo largo de su viaje hasta la India, constató «la vileza de los hombres» a resultas de lo cual se hizo construir una cabaña en el fondo de su jardín  para vivir en ella lo que le quedara de vida: «Llamo tentación de Demócrito y recurso a los bosques ese movimiento de repliegue sobre uno mismo en un mundo detestable»

«El mundo de ayer, es el de hoy y será también el de mañana… las intrigas políticas, las calamidades de la guerra, los juegos de poder, la estrategia cínica de los poderosos, el encadenamiento de las traiciones, la complicidad de la mayor parte de los filósofos, las gentes de Dios que se revelan como gentes del Diablo, la mecánica de las pasiones tristes –envidia, celos, odio, resentimiento…–, el triunfo de la injusticia, el reino de la crítica mediocre, la dominación de los renegados, la sangre, el crimen, el asesinato…»

Propone Onfray un repliegue sobre uno mismo que puede ser todo lo senequista que parece  en su reconciliación con la propia naturaleza, pero que de deserción tiene poco: luchar por no pringarse en la ciénaga, no comulgar con ruedas de molino y no comprar sacos de humo a los charlatanes ideológicos, no es ya poco combate.