Hoy tocó subir a Plazazelai para entrar en Bertiz y subir a Aizkolegi. El día ha sido oscuro, de mucho ventarrón del sur. Nada más llegar al portillo han empezado los disparos nutridos de los cazadores en sus puestos a la pasa –»Bah, nada, malvices…», me ha dicho luego uno que conozco– que nos han acompañado casi hasta arriba y un ventarrón que zarandeaba las copas de los árboles, un ruido amenazador que para media mañana a amainado. El bosque estaba como para hacerse duende, al menos durante un rato, no más, no vaya a pasarte lo que a Rip Van Winkle… y a tu regreso no puedas reconocer a nadie porque has cambiado mucho y porque no quieres (el cuento a contrapelo). Suelo mirar detrás de los árboles a ver si está por ahí Arthur Rackham con sus lápices y cuadernos, pero no, hoy tampoco lo he visto y eso que sigo su pista desde niño.
Arriba, el palacete chinesco (dicen) de Ciga está cada vez más ruinoso. Cualquier día se vendrá abajo… aunque su historia real se fuera ya hace mucho a ese pozo del que no sale eco alguno: La quinta del americano (1987), una novela medio fallida. ¿Y el famoso Bugatti que se pudría entre alerces, hayas y viejos robles? ¿Y la biblioteca… y los cuadros? Parece mentira que alguien tuviera que desprenderse de esa finca colosal para pagar una guerra, la Tercera Carlista. Luego la arrendaron golpistas del 36 (silencio)… luego vino Ciga con sus millones y se dedicó a materializar fantasías de ese paraíso terrestre que nos gustaría a todos, luego el parque, de atracciones… Entre los árboles, hacía el norte, se veían los montes de la muga, las ventas Ibardin, la línea confusa del mar detrás. El otoño a buen paso y el tiempo detrás royéndote los zancajos.
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