A mi amigo Miguel
Cada vez que voy a La Paz desvío mi recorrido por los rumbos que frecuenta un amigo de Navarra, es decir, del Cementerio a la Illampu, a comprar buena coca, y luego calle abajo o sigo por la Sagárnaga hasta San Francisco.
Es curioso que siendo boliviano frecuentaba la zona sur, pero por seguir los rumbos de mi amigo Miguel ahora puedo decir que conozco La Paz profunda, donde encuentras cosas insólitas como aquellos restaurantes de comida kosher que tienen menú en hebreo y valerosos paceños y paceñas que hablan en ese idioma curioso para hacerse entender.
“A Bolivia no vengo por turismo, vengo en peregrinación”, me dijo Miguel Sánchez-Ostiz, escritor navarro, en su séptima venida a nuestro país. Recala en Cochabamba pero no sabe en qué momento ir a La Paz. Se conoce de memoria los mercados, los recovecos pero sobre todo los rostros aymaras que pueblan las miles de fotografías que ha tomado. No es fotógrafo, pero si uno revisa su blog encuentra las ilustraciones más sugestivas de los mercados bolivianos que acompañan su bitácora escrita (vivirdebuenagana.wordpress.com).
Este culto es común entre chukutas; son en cambio contados e ilustres los hermanos de otros países que aman el nuestro y no por sus paisajes sino por su gente, no la gente blanca sino la originaria que habita en los mercados cocinando manjares para estómagos recios y paladares abiertos. Mirar nuestro país con otros ojos y prestarle oído al fraseo cotidiano y popular hacen del blog de Sánchez-Ostiz una lectura intensa y deliciosa, tanto en las veredas navarras del valle de Baztán, donde vive, como en La Paz y Cochabamba, pero en sus sitios más auténticos y populares.
Miguel publica las fotos de dos ancianas y dice, por ejemplo: De entre los cientos de coqueras callejeras o no, de los alrededores de los mercados paceños estas dos, una de la calle Gallardo, frente a la salida de camiones de carga y pasajeros, y otra de la Segurola, junto a las vendedoras de entrañas y despojos.
O bien publica la fotografía de un viejo vendedor de hechizos y comenta: Como cada día que callejeo por los mercados paceños, de regreso he ido al callejón Jiménez a tomar un café al Pepe, un cafetín agradable, frecuentado por mochileros y por ex soldados israelís, raro en ese entorno de artesanías industriales, gringos de parranda, yatiris de buena y mala suerte. Ya no existe. He preguntado. “Se han ido”, me han dicho. Conocí a su dueño hace nueve años. Ahora es un comercio de artesanías. A cambio me he encontrado a ese vendedor de amuletos en un callejón que corre a un lado del mercado Uruguay, entre la Segurola de los maleantes que todavía montaban guardia mañanera y la Max Paredes de la quincallería de menaje, el barullo, la polución, los bocinazos… La Paz para mí inagotable.
Carpe diem: allá va Miguel por las calles de La Paz, a paso infatigable, y yo lo sigo por los mismos rumbos. Miguel observa y escribe: Lo que si estoy viviendo es la indignación de los bolivianos que, en tu calidad de español, te hacen participe de su indignación, de la manera más cortés o más hostil. No es grato. Tú no representas a ese país, ni a su repulsivo gobierno, no vives de la gorra rojigualda y de su pesebre… pero. Y en esa situación mostrar tu propia indignación cuenta poco porque suena a querer escabullirte de una situación bochornosa y solo eso por mucho que pienses que el tuyo es un gobierno autoritario y encima lacayuno de los intereses norteamericanos que ha permitido una y otra vez desprecios a su soberanía. El titular del editorial de El País, “Trato intolerable”, parece decir mucho, pero aparte de ser certero, no acaba de redondear una condena que tiene responsables políticos, por esta ha sido una decisión política que desenmascara una actitud de prepotencia hacia latinoamérica y de sumisión de Estados Unidos. Las negaciones del ministro de Exteriores son propias de un trilero. No me extraña que aquí, por precaución, los mangueros rojigualdos hayan cerrado sus oficinas.
Ha traído un libro de Michel Onfray, nuestro filósofo de culto, que titula Teoría del viaje, y cita: Sigo con Onfray, en las páginas finales de su Théorie du voyage: “Algunos regresan de manera compulsiva a lugares ya visitados, reencontrando costumbres de sedentarios en el corazón mismo de la experiencia nómada”. Cierto, soy de esos, no me importa confesarlo. Y si lo hago es tal vez porque lo que busco en esos viajes no es satisfacer una pasión, ya vacilante, por “lo nuevo” como fetiche intocable, lo exótico o, como él dice, la “extravagante belleza” ni ese exótico expresionista de “lo otro”, tan falso, tan manido, tan mendaz en su discurso humanitario. Sé que en esas idas que son regresos, me pierdo algo, en algún lado, pero eso es tan continuo y desde hace tanto tiempo que ya forma parte de mí y de lo que escribo. Algo ha podido ser y no ha sido. Cuando se tiene el sentimiento intenso de que la vida está en otra parte, como escribía un Tabucchi embriagado de saudade, eso no tiene remedio. Sé algo más, que si no he terminado de escribir Las puertas de Valparaíso, ha sido por dos motivos, uno porque siempre he pensado que iba a regresar y que en ese nuevo viaje iba a ver y vivir lo que no había visto ni vivido en mi anterior viaje, y otro, que dar por terminadas esas páginas iba a ser cerrar por las buenas y para siempre unas puertas, una puerta que había tenido abierta. Viajes cerrados, libros abiertos… Y volver, volver… ¿A qué exactamente? Me temo que por mucho que me esfuerce no voy a dar con una respuesta satisfactoria. Entre tanto me engaño como puedo, emocionado, entusiasta, en ruta. Y al fondo, el verdadero argumento de la obra y uno de los vientos del viaje: el Tiempo.
Es la víspera de su llegada a Bolivia. Pasará cinco días en Cocha y luego a La Paz, a talonear hacia arriba porque es el mundo que le interesa. ¿Qué tiene La Paz para merecer semejante atención de un navarro?
No pensé hallar en un navarro tanto cariño por mi país, pero particularmente por La Paz. Recuerdo que escribí una nota larga sobre Jaime Saenz, para presentar la última edición de Felipe Delgado por Plural Editores y entonces Miguel escribe: De hecho si viajé en 2008 a Bolivia desde Chile fue para conocerle, porque había leído un artículo suyo sobre Jaime Sáenz que me había gustado mucho (al año siguiente me regaló todos sus libros de poemas en primeras ediciones).
La Paz ejerce una atracción, un magnetismo, una fascinación especial en quienes la visitan, lo mismo del interior del país que de otros países. Unos se inclinan por el paisaje, pero otros saben ahondar en la condición humana, y entonces la atracción es irresistible.
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