Vuelta de Pertalatz

Hace ya un año que un editor me propuso que escribiera sobre mis andanzas por el campo (en general). La verdad es que estimo que es un asunto que está más allá de mis posibilidades. No soy naturalista y para místico no sirvo, por no decir que las ocurrencias de los nuevos caminantes me parecen mandangas; además, esta mañana, al bajar del monte, he reparado en que lo que siento mientras camino por el bosque no da para diez líneas: no pienso en nada muy profundo, en no caerme sobre todo, me reconforta la hermosura de algunas cosas que veo –árboles, helechos, pájaros, musgos, piedras…–, y admiro, pero nada o poco más. Bienestar. Una sola palabra. No soy Jünger ni tampoco Thomas Bernhard, quien sostenía que cuando andaba por el campo se lo llevaban en volandas todos los diablos para llevarle la contraria a quien sostiene que un par de horas de caminar son un buen bálsamo del tigre. Por cierto, Céline, que es mi lectura de estos días, decía detestar la naturaleza («angoissant comme toutes les campagnes», dice al hablar de un parque) que apreció por primera vez en el cementerio, el día del entierro de su abuela Céline, por comentar, porque sé que hay gente a la que el monte, el bosque y sus soledades le causan una ansiedad que les resulta inexplicable.

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